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Morir en el mar

Jaime Bayly: Morir en el mar

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UNO
En el colegio británico más refinado de la ciudad, el Markham, el joven Alfredo Tomassini era el mejor futbolista de la promoción, del colegio, de la historia del colegio. Hijo de italianos, Tomassini jugaba en la selección del colegio como centro delantero. Era recio como un toro. Era veloz como un halcón. Tan pronto como recibía la pelota, se echaba a correr con la fuerza de una pantera. Controlaba la pelota con una habilidad endiablada, burlando a los rivales sin despeinarse demasiado. Todavía lejos del arco, improvisaba unos disparos que parecían morteros, cañonazos. Sus goles eran espectaculares. Hasta los rivales, pasmados, lo aplaudían. Metía tres y cuatro goles por partido.
A pesar de que Tomassini era blanco, guapo, niño bien, no tuvo reparos en irse a probar al club de sus amores, Alianza Lima, donde los muchachos que jugaban al fútbol eran negros, zambos, morenos. Por eso llamó poderosamente la atención el día en que fue a probarse: los jóvenes del club lo miraron con extrañeza, qué carajos viene este blanquito a jugar con nosotros, este no es un club para pitucos, este es el club de los negros y los cholos. Pero Tomassini no se dejó arredrar por las miradas recelosas y jugó en el equipo de los suplentes. Su exhibición de poderío, destreza y eficacia fue tan impresionante que lo contrataron ese mismo día.
Algún tiempo después, cuando se daba por descontado que sería convocado a la selección, Tomassini tuvo que tomar una decisión fatal: quedarse el fin de semana en Lima, para celebrar el cumpleaños de su novia, o viajar a provincias, a jugar como titular de Alianza. Decidió viajar a provincias, jugar el partido y, al regreso, celebrar con su novia. Ella quedó angustiada, tenía un mal presentimiento, una corazonada que le oprimía el pecho.
Alfredo Tomassini jugó en la selva y no pudo convertir un gol, pero su equipo ganó. Esa misma noche, subieron a un avión de la marina de guerra. Entre jugadores, cuerpo técnico, tripulantes y dirigentes, eran más de cuarenta personas en ese avión ya demasiado ruinoso para continuar volando. A pocos minutos de llegar a la capital, sobrevolando el océano Pacífico en el espesor de la noche, una falla mecánica o una impericia del piloto hundió a la aeronave en el fondo del mar. Las aguas turbias del océano, ese túnel negro e infinito como la muerte misma, devoraron al formidable Alfredo Tomassini, a sus sueños todavía por cumplir. La pasión por el fútbol iluminó su vida y acabó costándole la vida. En el colegio donde jugó, el Markham, su nombre tiene ahora la textura épica de una leyenda.

DOS
Nacho Martínez y Jimena de Urtubey decidieron casarse, a pesar de que a Nacho le gustaban los hombres y a Jimena las mujeres. Querían tener hijos y a no dudarlo se amaban. Nacho había estudiado negocios en la universidad de Pensilvania. Jimena se había graduado de medicina en la universidad de Miami. Eran guapos, radiantes, soñadores. La boda convocó a la crema y nata de Lima.
Nacho Martínez no dudó en invitar a su casamiento a un joven chileno, José Manuel Romero, que había sido su amante cuando ambos estudiaban en Cornell y ahora vivía en la ciudad de México, trabajando en un banco. Alto, delgado, apuesto, levemente afectado y cantarín, Romero no ocultaba su homosexualidad y hasta hacía alarde de ella. Nacho y Jimena lo adoraban. Además de oficiar como testigo en la boda, fue uno de los grandes personajes de la fiesta: cantó temas de Freddy Mercury y Mick Jagger, bailó con gracia y frenesí, pasó la noche contando chistes, haciendo reír a media fiesta, y terminó, borracho y feliz, en la cama de un joven escritor, Jimmy Barclays, a quien conoció y sedujo esa misma noche.
Al día siguiente, Barclays, repentinamente enamorado de Romero, le pidió que viajase con él a Miami para pasar unos días de lujuria y pasión desbocadas. Pero Romero le dijo que no podía ir a Miami porque se había comprometido a viajar unos días a Viña del Mar, a visitar a su madre. Fueron juntos al aeropuerto de Lima y Barclays hizo un último y desesperado intento por convencer a Romero de viajar con él a Miami. Pero José Manuel le dio un beso y le dijo que tenía que subir al avión que lo llevaría a Santiago de Chile, porque no podía fallarle a su madre. De nuevo se abrazaron y Barclays sintió un extraño vacío, un feo presentimiento cuando lo vio caminar deprisa, tan coqueto, rumbo a la puerta de embarque.
Los vuelos despegaron pasada la medianoche: Barclays se dispuso a dormir las cinco horas hasta llegar a Miami, y Romero esperó con impaciencia que sirvieran la comida. Poco después de despegar, sobrevolando de noche el océano Pacífico, los pilotos descubrieron, angustiados, que no tenían información del panel de instrumentos de la cabina. Crecientemente desesperados, sin saber a qué altitud estaban volando, pidieron ayuda a la torre de control. Estaban volando de noche, a ciegas, sin poder ver el mar, metidos en un túnel negro e infinito como la muerte misma. Un técnico de mantenimiento había olvidado retirar la cinta adhesiva que había pegado en la nariz del avión, cubriendo los puertos estáticos que suministraban los datos de navegación en la cabina. Momentos después, el avión se hundió en el fondo del mar. José Manuel Romero no pudo llegar a desayunar con su madre en Viña del Mar. Con apenas treinta y seis años, perdió la vida.

TRES
Felipe Camino era el joven más guapo, famoso y querido de su país, Chile. Actor y animador de televisión, seductor profesional, vivía en una hacienda a una hora de Santiago. No tenía enemigos: todos lo querían. No hacía daño a nadie: era una fuente de nobleza y bondad. Amaba a los animales: vivía con un halcón que dormía en su habitación.
Felipe Camino y Jimmy Barclays hicieron juntos un programa de televisión y entonces se hicieron amigos. Fue una amistad noble y desinteresada, sin envidas ni rencillas, porque ambos se sentían triunfadores y hacían lo que les daba la gana. Solían almorzar en el restaurante del hotel donde Barclays pasaba largas temporadas en Santiago de Chile.
A pesar de que Barclays encontraba condenadamente atractivo a Felipe Camino, la amistad entre ambos fue una alianza transparente, sin duplicidades, sin desbordarse en la peligrosa behetría del erotismo, pues a Camino solo le gustaban las mujeres y cambiaba de novia con frecuencia, para fastidio o mortificación de su halcón, que veía con hostilidad a las mujeres de Camino, al punto que a veces las atacaba a picotazos en el pelo alborotado, en las manos, en los pechos erguidos de deseo, cuando Felipe estaba en la cama con alguna de ellas: era un halcón celoso, posesivo, y las amantes de Camino, casi todas picoteadas por esa ave rapaz, podían dar fe de ello.
Aquella mañana en que debía abordar un vuelo de la fuerza aérea para visitar una isla alejada y grabar un reportaje, Felipe Camino no pudo comprender por qué su halcón gañía, agitado, desesperado, volando en círculos, procurando impedir que Felipe saliera de la casa. Al parecer, el halcón había sentido un peligro inminente que deseaba conjurar, la inquietante cercanía de la muerte. Felipe se despidió de su halcón y manejó al canal. Era un hombre bueno, quién no lo quería. Horas después, el avión en que viajaba se hundió, al final de la tarde, en el fondo del océano Pacífico, un túnel negro e infinito como la muerte misma. Los restos de Camino fueron encontrados y cremados, pero su halcón escapó y voló al sur, a los mares del sur, tratando en vano de encontrar al hombre que lo había educado pacientemente en el amor y la ternura, y al que ya nunca más vería.