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Veinte cinco treinta, en memoria

Fecha Actualización
En febrero de 2004 Alejandro Toledo sufría su peor crisis política. Unos audios daban cuenta que su asesor César Almeyda había ofrecido al general Óscar Villanueva, conocido como el “cajero de Montesinos”, influencias para que lo dejaran libre. Dicho a la bruta, págame o sigues preso. Villanueva se suicidó y Almeyda fue a la cárcel. Se pedía la renuncia de Toledo porque se sospecha que algo tenía que ver. El problema era que no había suplente. El primer vicepresidente había renunciado y el segundo no tenía apoyo político. Así que se tenía que quedar, con apenas 7% de aprobación. Para calmar las aguas, nombró un gabinete de ciudadanos libres de toda sospecha.
Sin embargo, se venía otra crisis mayor: la jubilación de los trabajadores públicos. Tenían una “cedula viva” cuya pensión era igual a su último sueldo, ajustable según se aumentasen las remuneraciones. Pero una pensión es el promedio de los aportes no el último sueldo. Así que, esa jubilación escondía un privilegio a costa del Estado.
El asunto venía desde el siglo XIX. En julio de 1962 se le quiso poner fin, pero hubo cómplices que fabricaron excepciones y el sistema continuó. En febrero de 1974 el Decreto Ley No. 20530 lo liberó y miles de personas accedieron al privilegio. Las finanzas públicas entraban en colapso. Los aportes alcanzaban solo para el 15% de las pensiones, el Estado cubría el 85% restante. En 1993 se elevó a obligación constitucional que el Estado siguiera pagando el subsidio.
En medio de tanta crisis, un grupo de funcionarios del MEF propuso terminar el privilegio. Convocaron a expertos. Se explicó el problema para neutralizar los lobbies. El APRA abandonó todo cálculo político y votó a favor de la reforma constitucional. Pero hubo un personaje clave. El ministro de Trabajo era un prestigiado laboralista pro sindical. Pudo argumentar a favor de los trabajadores públicos como era lo usual, o aconsejar que la solución se viera después, o quedarse callado, o renunciar. Pudo. Pero decidió liderar el tramo final. Se llamaba Javier Neves. Ha muerto y en las oraciones fúnebres se le recuerda como el extraordinario maestro, el amigo de tertulias, el invitado a toda cofradía y el hombre bueno que fue.
Yo lo recuerdo porque tuvo la valentía de tomar decisiones muy difíciles en los peores tiempos. Fue su manera de amar a los trabajadores, a la Justicia y al Derecho. Voy a extrañar ese coraje de ser responsable. Un brindis por lo que fuiste y por todo lo que nos dejaste. ¡Salud, Javier¡, donde quiera que ahora estés.
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