Te recogí una madrugada de una calle de Barranco y me acompañaste cinco años. Dos perros callejeros que nos reconocimos a leguas, por ese olor característico que despide la soledad. Tu lentitud, tus pocos dientes y tus malas pulgas pronto me hicieron saber que había traído a casa a un viejecito extraviado. Lleno de achaques y de manías terribles como la de morder primero y ser tu amigo después. Pronto, tu genio y el mío congeniaron y lograste que —en mi película— te diera el papel más complicado: el de mi compañero. Y, aunque debería ser al revés, los años de los perros equivalen a siete años humanos así que no había manera de que me duraras más tiempo.