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Esperanza, solidaridad y compromiso tras el infierno

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Fecha Actualización
El médico llegó a su casa a una hora que no recuerda, vio a su esposa, se tumbó en la cama y ella le preguntó qué había pasado. Lo sabía, pero quería escucharlo de la boca de su compañero. Esa especie de neblina blanca y densa que ambos, como el país entero, observaron en el video de la tragedia, los envolvió silenciosamente. Ella se echó en sus brazos, y se puso a llorar. El doctor Juan Enrique Machicado Zuñiga tiene 38 años de experiencia, cuatro hijos y doce nietos. El mandil blanco que lleva es una capa, pero no es un superhéroe. Debajo está la piel, esa humanidad que los buenos no pierden a pesar de haber visto demasiado.
Es director del hospital Arzobispo Loayza y considera como los momentos más difíciles en su carrera la epidemia del cólera, el incendio de Mesa Redonda y esta desgracia que ha conmovido al Perú, y que todavía no culmina.
Con paso calmado y el rostro desencajado, pasa de la carpa que se ha instalado para recibir a los donantes de sangre al pabellón donde están los seis pacientes que recibió horas después del incendio que desató el camión cisterna que transportaba GLP en Villa El Salvador.
El doctor Machicado está pendiente del estado de cada paciente. Su expresión rígida revela que cualquier cosa podría pasar, a pesar de los esfuerzos y la dedicación del personal.
Son seis personas con quemaduras hasta en el 80% de su cuerpo, y severos daños internos.
El hombre que ha sido jefe de emergencia y cirugía hasta llegar al puesto más alto en el hospital donde hizo su residencia tiene 67 años, y la realidad diaria no lo ha anestesiado: “El médico es un ser humano, a veces lo olvidan, a veces lo olvidamos hasta nosotros”.
Es viernes. El doctor Machicado se siente conmovido y comenta que esta desgracia ha permitido conocer la solidaridad de los peruanos de una manera increíble. Gente de todas partes de la ciudad ha llegado a donar sangre. Los médicos y enfermeras han trabajado sin descanso: “Todos, yo diría que todo el personal del Loayza, no solo los que tenemos mandil. Los jardineros, los vigilantes”.
El hospital Loayza es en estos días una pequeña radiografía del Perú que ha respondido para apoyar a las víctimas de Villa El Salvador.
El médico ha visto, varias veces, el video del preciso momento de la deflagración. “Parece una pesadilla… Una neblina blanca se expande y de pronto se prenden cosas, hay explosiones… Un infierno, una calamidad”.
Los familiares de los pacientes están a la espera del reporte de salud. Miran sus celulares, y puedo distinguir que de ese puñado de personas con rostros afligidos más de la mitad sigue contemplando el video del incendio, como si buscaran explicaciones. Si mi hija quizás no hubiera salido de casa con su bebé... Si mi nieto hubiera estado en el colegio, pero es enero, época de vacaciones. Si ese día mi hijo venía a visitarme a Puente Piedra no habría estado allí.
Los hubiera, los quizás o los tal vez son un ejercicio inútil para pasar el tiempo y pensar menos en el presente. Por eso, las miradas de esas personas siguen fijas en el celular, veo sus lágrimas, la frustración, el terco afán de estar tranquilas. De esperar.
El doctor los mira, y no los mira. No se detiene, porque un minuto puede cambiar la suerte de un paciente. En este instante, los médicos no pueden sumarse al lamento, solo deben trabajar para salvar vidas. Machicado piensa, otra vez, en la fragilidad de la vida, en lo vulnerables que somos cada minuto.
“El médico siente el dolor y tiene que comérselo. Algunas veces es agobiante porque no vemos un paciente, sino muchos, seis en este caso, y en un estado muy grave. A veces esto tan agobiante uno se lo lleva a casa, y no puede dormir. Los que podemos manejarlo, vamos soltando poco a poco, pero no se va”. Y ahora recuerda la tragedia de Mesa Redonda, una emergencia que los trabajadores —médicos o no— del Loayza rememoran con tristeza.
El Loayza fue el centro de referencia. El doctor Machicado lo vio, y no lo olvidará jamás.
“TE LLAMO MAÑANA, MAMÁ”
El miércoles 22, a las 3 de la tarde, Lucinda Pérez y su hija Yovany, de 37 años, conversaron por teléfono. La madre en Chota, Cajamarca, y la hija en Villa El Salvador. Te llamo mañana, se dijeron las dos. Pero el jueves, el celular de Lucinda sonó. Eran las 7 y 48 de la mañana. Era Richard Rojas, el esposo de Yovani. “La Yovani y el bebé no están, hubo un incendio”, alertó el mototaxista, con la voz cortada en pedacitos. El hombre llegaba a su casa, cuando la neblina lo cubrió todo. Unos minutos, o segundos, le permitieron salir ileso.
Richard está hoy entre el Hospital del Niño y el Loayza, va y viene, ojalá recibiera una buena noticia en alguno de esos dos lugares.
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Cuando Lucinda escuchó a su yerno salió corriendo de casa. Viajó más de 17 horas, en bus, a Lima. Llegó al mediodía del viernes, con su esposo y una de sus hijas. En su celular también tiene el video. Las lágrimas y la desesperación la invaden. Es una madre destrozada: “Ella salió para buscar protección, y el peligro estaba afuera”.
Recibir el reporte médico reciente no es esperanzador. Lucinda siente que las piernas le tiemblan. Mira a los médicos, a las enfermeras, sus ojos recorren ese hospital desconocido, tan diferente al de su tierra. Se esfuerza por retomar la calma. Horas de espera, días de espera. “Que resistan”. Así finalizan sus oraciones infinitas.
Su hermano Héctor, que vive en Lima hace ya buenos años, fue el primero en llegar a la zona del desastre, pero de Puente Piedra a Villa El Salvador hay más de 50 kilómetros de distancia, unas tres horas de viaje en combi, y un tráfico maldito.
“El hijito de Yovani tiene cinco años, y todo su cuerpecito está quemado. Yovani, mi sobrina, la mamá del niño, tiene comprometido hasta el 92% de su cuerpo con quemaduras, y las probabilidades de vida están llegado a cero”, me informa.
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Lucinda sabe que a la esperanza hay que mantenerla firme, viva. “Si a los dos les dan sus medicamentos, y los curan con buena medicina se van a recuperar”, susurra.
La cuñada de su hija, y su bebé también están internados. Pronóstico reservado. Son muchas las familias que tienen de tres a cuatro pacientes entre los heridos. Han empezado a estirar el tiempo y las fuerzas, para ir de un hospital a otro.
Casi la mayoría ha perdido su casa, sus cosas, su dinero. Sobrevivir será empezar de cero.
Héctor, el tío de Yovani, comenta: “La casa se levantará, pero la vida ya no creo, y eso duele”.
AYUDAR SIEMPRE
Moroni Maccerhua y Shirley Rodríguez son enamorados, y los encuentro, la tarde del viernes, donando sangre. Los dos muestran una amplia sonrisa, aunque por ratos parece que se quedaran en blanco.
El estudiante de administración y la estudiante de psicología llegaron de Los Olivos al Loayza para ofrecer su sangre. “No podíamos quedarnos en casa, mirando todo por el celular”, dice ella. Moroni, un chico fuerte y amable, interviene: “Esto no es nada, para todo lo que necesitan”
El médico cruza por el área donde están los voluntarios. Se conmueve, no lo dice, avanza. En su oficina, otra vez con el rostro desencajado, revisa la lista y el estado de los pacientes. Su silencio es como un golpe.
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