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Vigésimo séptimo capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán
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Pobre niño —decía la señora Luz—, todo le dieron. Por eso yo a mi Jairo desde chiquito le he enseñado a ganarse sus cosas. Pobre su abuelita, seguro ya se ha enterado de todo. Qué pena todo esto, justo ahora que se ha vuelto evangélica.
—La firme es que el chibolo era mascota del Puñal —don Marcial había hablado con uno de los oficiales que había participado en el rescate—. Cuando lo encontraron, hasta lo defendió. Les dijo que él estaba ahí por su cuenta, que el Puñal solo lo estaba cuidando, que era su amigo. Y el Puñal lo insultaba. No me cagues, causa, te jodes conmigo, tú diles que soy amigo de tu familia, de tu viejita, que te he encontrado aquí.
—Me dijeron —especulaba Pacheco, delatando abiertamente el sentimiento que le inspiraban Jennifer y su esposo— que el Puñal lo amenazó de frente, que les metía floro a los tombos. Este chibolo baboso, porque me cachaba a su vieja me quiere cagar, él me sigue, yo no lo he traído, jefe, él solito vino, él solito le pidió billete a sus viejos. Lo encontraron tieso, había estado fumando pasta. Ahora parece que lo van a meter a una de esas clínicas de desintoxicación en Chosica, lo van a encerrar dos meses.
Las mil voces del barrio azotaron nuevamente, dieron formas inverosímiles a los hechos, se regodearon distorsionando lo poco que realmente sabían de la verdad. Era como la liberación de una energía contenida, la fuerza gris que vinculaba nuestras vidas. Importó poco que Jennifer y su esposo intentaran acercarse nuevamente a pesar de que él, herido en su orgullo y escudado en un cinismo visceral que lo llevó a insultarla varias veces en la calle frente a los vecinos presentes, decía con amargura, a quien se lo preguntara, que la vida debía continuar, que hay cosas que es mejor dejar atrás, pero que él no era un mal padre, no, estaría siempre al lado de su hijo. Otras veces sonreía defensivamente, hablaba de la alegría del barrio, cuánto lo extrañaba, y que faltaba poco para que todo volviera a ser como antes, una familia unida, un hogar en el que siempre sucedían cosas emocionantes.
—Si quieres pégame —dijo ella, su mirada se perdió en un punto invisible entre las sábanas y la pared.
Sus palabras detuvieron el tiempo, se congeló el instante en que el ardor de nuestros cuerpos inundaba la habitación. Yo me enternecí, sentí miedo e ira. Su desnudez se volvió monstruosa ante mis ojos, su piel cálida y su rostro terso perdieron el brillo que me deslumbraba cuando caminábamos juntos, durante esas conversaciones interminables en que me hablaba de su deseo de morir, sus pasadas de vuelta con ketamina y ansiolíticos, los amantes que la marcaron en su adolescencia, su tórrida vida íntima en la que perdió las esperanzas y encontró mil vacíos, el fulgor de sus veintidós años que me atrajo como un abismo.
—Me lo merezco. Seguro piensas que me lo merezco. Me juzgas, como todos. Debes pensar que soy una mierda, aquí, cachando contigo mientras tu esposa piensa que estás trabajando. Solo sirvo para esto, ¿verdad?
Las palabras que encendían su deseo, el vínculo entre el ritmo de su cuerpo y la consonancia de nuestras voces, las imágenes que invocábamos, todo aquello se volvía un capullo en el que nos íbamos encerrando, capas y capas de significado que nos cubrían lentamente, hilo tras hilo, cada fricción y beso, cada roce de nuestras lenguas y nuestros sexos, la amalgama que nos convertía en un solo ser.
Nuestra relación había empezado en la oscuridad de nuestras vidas, fruto de mi deseo de vivir las emociones negadas por mi propio miedo e indecisión, el submundo de mis quimeras, y su impulso de acercarse a lo prohibido, de sentirse indigna y repetir el ciclo en el que buscaba hundirse, degradarse, sentirse fuerte. Ella y yo habíamos mostrado nuestras propias vulnerabilidades, nos regodeamos violenta e intensamente como cerdos en esa miseria que nos hacía sentir auténticos.
—Tú no eres como era ese huevón conmigo. Tú no me tratas como él. Eres raro. Hasta diría que no eres mi tipo, ¿sabes?
Su voz sostenía el permanente desafío que me atrajo desde aquella tarde en que se acercó a decirme que había leído los relatos que aparecieron en la revista universitaria de un amigo suyo. Ese relato dio pie a largas conversaciones que nos irían acercando, tejiendo afinidades.
La idea de aquel cuento, el romance de dos jóvenes gays que simulan una rivalidad en el colegio y son amantes en las playas de Lima, la había tomado de una conversación con Mika: ella decía que le habría gustado escribirla, me describía sus sensaciones al imaginar el escenario y los sentimientos de los jóvenes, los besos frente al mar, las peleas simuladas frente a sus compañeros de aula, chicos que los animaban a pelear y chicas que se sentían atraídas por cada uno de ellos por distintas razones. Ella imaginaba siempre vivamente, pero sentía que no alcanzaría a plasmar nada concreto, nada que la fascinara como su propia imaginación.
—He vendido una revista —le dije a Mika cuando llegué a casa después de haber conocido a Alma—. Una chibola locaza que dice que uno de los personajes es su héroe.
Alma decía que el personaje pasivo, el más violento de los chicos gays, le recordaba mucho a sí misma, por su temeridad, por su falta de reparo en las consecuencias de sus acciones y porque se entregaba locamente a sus deseos.
Mika se alegró de que hubiera por fin vendido una de las revistas que me habían dado como pago por publicar mi cuento.
Era extraño que la ausencia de mi madre y la confusión por mi llegada al hogar familiar coincidieran con los eventos del barrio. Yo había regresado buscando equilibrio, con una cierta débil esperanza de que mi separación con Mika se resolviera en el futuro. Pero cada día sentía que los sucesos me arrastraban hacia un desenlace catastrófico. No era la primera vez que me invadía esa sensación, la idea ilógica de que los acontecimientos comunicaban algo, señales que debía descifrar para liberarme de la angustia.
Pensaba en las palabras de Perico, en su tranquilidad a pesar de lo que sucedía en el barrio, en su indiferencia ante la polvareda levantada por las construcciones que no respetaban las normas y exponían al vecindario, totalmente acostumbrado ya él al ruido y la destrucción que no le impedían beber cerveza y escuchar música a todo volumen en la vereda del pasaje. Pero, sobre todo, mi cabeza se detuvo en los detalles de su relato descarado, los que no voy a repetir aquí, acerca de mi familia y la imagen que proyectábamos en el barrio. Esas palabras eran códigos del entorno que obraban abiertamente en mi consciencia y en un plano más profundo, cuyas consecuencias yo solo notaría en el futuro, signos que intentaban definirme, configurar mi mirada del pasado y el futuro.
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