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Vigésimo octavo capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán
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Entonces pensé en lo poco que me había comunicado con mi padre desde mi llegada, a pesar de verlo casi todos los días, a pesar de la angustia compartida. Quizás nuestra distancia tenía algo que ver con el escaso trabajo que yo venía recibiendo de los estudios de abogados con los que usualmente trabajaba, lo cual había generado en mí una resignación inesperada. Deduje, una vez asumida mi precariedad laboral, que en las agencias ya sabían que Mika y yo nos habíamos separado, y que habían decidido de qué lado estar en el conflicto. A fin de cuentas, las personas que distribuían los documentos eran sus contactos. Mi padre de ninguna manera entendería la situación, así que era mejor evadir el tema. Mientras yo lo evitaba, me hacía cargo de su comida, el lavado de la ropa, la limpieza de la casa, con la mayor rapidez y discreción posibles para no darle oportunidad de mencionar ninguno de los temas que estaban a punto de estallar.
—¿Has hablado con ella? —por un momento pensé que mi padre hablaba de Mika. Su voz derrotada, su mirada fija en el plato de sopa ya casi vacío, me helaron un instante. Tras unos segundos de silencio, comprendí que se refería a mi madre.
—No. De verdad que no.
—No sé si creerte. Si me estás ocultando dónde está, solo quiero que le digas que me perdone. Tiene que perdonarme.
—Si lo supiera, se lo diría. Pero no creo que ella vaya a perdonarte lo de...
—Solo díselo —su voz parecía un chillido amargo de fiera moribunda—. ¡Que tiene que perdonarme!
No me miraba al hablar, sus ojos vidriosos continuaban fijos en el plato. Su aire ausente me incitó a hablar.
—Quizás sea mejor que no vuelva por un tiempo. No quiero imaginar cómo sería verlos juntos después de esto.
—No lo imagines. Vete de la casa y no vuelvas —su expresión seca y rígida me causó un fastidio que tuve que ocultar—. Esta vez lárgate y trata de no joder las cosas. ¡Ordena tu vida!
—Tú no eres nadie para decirme eso —me sorprendí de la ira con que le respondí—. Mira lo que has venido haciendo todos estos años.
—¡Tú no eres nadie para juzgarme! —su grito congeló todo a nuestro alrededor—. ¡Eres un mocoso de mierda que no sabe lo que es mantener a una familia y que ni siquiera tiene un trabajo decente! ¡Nunca has sido un hombre!
—¡Pero no pasé treinta años mintiendo! —me sorprendió mi propio grito, las palabras parecían salir de algún otro lugar.
—Pero siempre cumplí con ustedes, con tu madre y tu hermana. Hasta contigo, que nunca te mereciste ni mierda. ¡Y yo no maté a nadie!
Solo después de decir eso, me dirigió la mirada. Yo huí de sus ojos, como siempre. Me quedé callado, me faltaba el aire. En su silencio reconocí temor, lo sentí, más que nunca, un extraño.
—Un hombre puede equivocarse, eso es inevitable —la tristeza y vergüenza de sus palabras me alcanzaron—. Yo me equivoqué y puedo pedir perdón. Pero lo que tú hiciste es peor… Siempre te creíste mejor que yo. Y mira lo que eres en verdad. Una mierda.
—No entiendes lo que pasó en verdad... —sentí que seguir hablando era en vano.
—Cuando tu madre vuelva, pelearemos; ella llorará y yo le pediré perdón. Pasará un tiempo y ella se dará cuenta de que nunca les falté, que ustedes eran lo más importante, esta casa era lo más importante para mí, y que yo no podía huir de otras responsabilidades que surgieron. Tú no sabes nada, pero juzgas. Lo mío es diferente porque tú no puedes ir a buscar a tu mujer. Ella no te quiere más, no porque hayas sido infiel, sino por lo que hiciste. Porque no eres bueno, porque no cumpliste. Yo sí cumplí con ustedes. Yo no maté a nadie. Yo solo me he portado como un hombre.
Quise decirle que yo no había matado a nadie, pero no podía. No recuerdo si mi viejo siguió hablando. Solo sé que salí del comedor turbado y consciente de que, hasta el fin de mis días, esta situación no cambiaría.
—¿Usted lo puede creer? —decía la señora Lucía, una vecina que nunca pagaba la cuota de seguridad del barrio—. Qué enfermo.
—Yo pensaba que le había vuelto a pegar a su mujer —respondió Marta, madre de un fumoncito de dieciséis años que repetía segundo de secundaria por tercera vez.
Cuando nos enteramos de la detención de Martín, pensamos que se trataba de una denuncia por violencia familiar. No es que fuera constantemente violento con su esposa, pero su mujer ya lo había denunciado antes un par de veces. Cuando supimos que aparecieron periodistas durante la detención y la cosa se puso un poco violenta con algunos vecinos, empecé a sentir otra vez que lo real perdía sus contornos: los actos de Martín nos arrojaron a una situación de la que no teníamos forma de protegernos, territorio desconocido en el que no podíamos explicarnos nada. Era el vigilante de nuestra calle, el causa de Perico, y lo que había hecho era indefendible.
—Dicen que con la mamá de la niña también. Y que su esposa se hacía la loca porque tiene miedo de que él la deje.
Martín alquilaba una casa a la vuelta de nuestra calle, en la avenida transversal. Era una casa de un solo piso y una azotea con el suelo de tierra afirmada, como todas las del barrio. Se había instalado en el primer piso con su esposa y su hijo de cinco años, todos en una habitación de tres por tres metros, la cual había llenado de muebles desvencijados, cajas de cartón y sacos de plástico que usaban para guardar su ropa o los productos que su esposa vendía en el puesto de comida del colegio donde trabajaba. Esa precariedad nunca se traducía en Martín, siempre altanero y seguro de sí mismo, como si tuviera una fuente de la cual robar un aliento nuevo cada día.
En la azotea, justo sobre la habitación de su familia, Martín alquilaba un pequeño cuarto a una vendedora de anticuchos del mercado, quien tenía dos hijas, Carina, de ocho años, y Stefani, que acababa de cumplir trece. Ambas niñas ayudaban a su madre en la venta, a veces vestidas con uniforme escolar porque no tenían tiempo de ir a la casa a cambiarse.
Martín no transmitía en absoluto seguridad económica ni emocional a su propia familia, pues siempre llegaba a fin de mes rasgando el dinero, y era muy común que se emborrachara apenas cobraba lo que los vecinos le daban por vigilar el barrio.
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