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Una novela por entregas: Vigésimo tercer capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’

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Fecha Actualización
No terminaré como tú
Por Juan José Roca Rey
Regresar al cementerio luego de tantos años era extraño. Nicolás caminó por una entrada de rejas negras y altas. Imaginó que la extrema seguridad del lugar era para blindarlo de saqueadores por las noches. Siguió avanzando por un camino de pequeñas piedras, rodeado del pasto más verde que había visto en su vida. Los árboles y la decoración colorida que inundaban el cementerio parecían irreales.
– ¿En qué lo puedo ayudar? –preguntó un hombre sonriente, metido en una pequeña oficina a la entrada.
– Estoy buscando a mi padre.
– Le ayudaré a encontrarlo con gusto –dijo este personaje, actuando como el San Pedro del lugar.
Nicolás no estaba muy convencido de haber elegido el cementerio adecuado para guardar el cuerpo de don Aurelio. Era muy colorido y feliz como para que se pudra en él. Pensó que tal vez habría valido la pena disecar el cuerpo y mostrarlo como una reliquia, en su maloliente bar.
Los pájaros cantaban, las lápidas se rodeaban de flores, regalos y globos. Las personas se reunían en familia alrededor de estas para cantar, rezar, conversar y pasar un tiempo con sus seres queridos, simulando un plan de domingo en casa de los abuelos.
– Si pudieran ver y oler lo poco que queda de esos cuerpos bajo tierra... –pensó Nicolás–. La decoración y los colores no detienen la putrefacción.
Llegó al pequeño montículo en donde supuestamente encontraría la tumba de don Aurelio, pero solo encontró lápidas con nombres desconocidos. Eran pedazos de roca grandes clavados al suelo y la cantidad de detalles que les habían dejado evidenciaba que se les visitaba con mucha frecuencia.
– Deben haber sido personas ejemplares. Mi padre debería estar enterrado al otro lado del cementerio, lejos de estos tipos –se rio.
A unos diez metros de estas, vio un pequeño cuadrado de color gris. Se acercó curioso a identificar qué era. Parecía parte del sistema de irrigación del lugar, era como una pequeña escotilla de las que guardan los aspersores de agua debajo. Caminó hasta llegar a pararse justo encima de esta, se agachó y arrimó un poco del pasto que la había devorado, pudiendo leer el nombre de su padre. Don Aurelio estaba físicamente a dos metros de distancia.
En todo el paseo por el cementerio, intentando encontrarlo, no había visto una lápida más abandonada que esa. La tierra se lo había tragado intentando no dejar rastros de su nombre en su faz. No lo visitaban sus amigos. No lo visitaba su único hijo. No lo visitaban sus amantes. Y, lo más importante, tal vez ni Linda había pasado por ahí.
Nicolás recordó la imagen de don Aurelio en ese sueño tan raro que tuvo. No era el monstruo que pensó que había sido. Era solo un tipo confundido más en el mundo, como cualquiera, intentando encontrar respuestas.
Llegó a sentir pena por lo poco que quedaba de su recuerdo, por la poca huella que había dejado en todos. Habiéndolo ilustrado tan poderoso en su mente, ahora no era más que un montón de huesos bajo tierra. El pasto no era tan verde en esa parte, parecía que las personas habían pasado caminando por encima de su tumba al no poder verse a simple vista.
Arrancó algunas plantas que cubrían la lápida hasta que pudo leer todo lo escrito en ella. Le pareció la descripción perfecta: “Padre, esposo y trabajador”. Si hubiesen querido mentir, le podrían haber agregado la palabra “buen” antes de padre y “amado” antes de esposo, pero no era el caso. La persona que escribió esas palabras debió saber que nadie estaría tan interesado en leer lo que decía. Habría podido escribir la contraseña de su tarjeta de débito y nunca nadie la habría leído.
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Nicolás recordó varias anécdotas con don Aurelio, mientras miraba la tumba pensando en lo fría que es la vida con las personas. Intentó imaginar solo las mejores, las que le sacaban una pequeña sonrisa de la boca. Luego recordó aquel día en el que conoció a Linda, cuando su padre la trajo a casa. Recordó lo bonita que era, el olor que tenía, sus ojos negros y redondos. Su matrimonio era en unos pocos días y pensó que sería una buena manera de cerrar de una vez por todas ese capítulo de su vida.
En pocos minutos, pudo imaginarse viajando a Oxapampa, encontrando a Mari y sentando cabeza. Podrían abrir un bar por esos lares y vivir una vida más tranquila. Lima no era más que el fondo del abismo para él y había llegado la hora de empezar a subir.
– No terminaré como tú –dijo Nicolás mirando a la tumba.