A la pensión se mudó Eduardo. Un tipo atractivo y seguro de sí mismo, pero que fanfarroneaba demasiado.

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–¡Nicolás! ¡Te ha llegado esta carta! –dijo un día.

–¿Una carta? –preguntó Nicolás.

–Sí. ¿A quién carajo se le ocurre mandar una carta? ¿No tienen celulares? –se burló.

–Es de Linda –dijo Nicolás.

–¿Linda? ¿La que se metió con…?

–La misma –interrumpió.

A pesar de todo, a Nicolás le caía bien y todos los viernes por la noche hacían lo mismo: probar suerte por los bares de Barranco, intentando regresar acompañados con un par de mujeres o amanecerse ahí, tomando y hablando sobre los mismos temas: la gran decepción de Nicolás con Linda y lo bien que le iba a Eduardo en el trabajo, a pesar de lo inútiles que eran todos en su oficina.

Caminaron hasta llegar a la avenida Benavides con el zanjón y bajaron para tomar la línea del Metropolitano, que los dejaba en la entrada de Las Doce Bar. Compraron unos cigarros en un pequeño puesto improvisado junto a la puerta y subieron unas escaleras para llegar al patio antes de entrar al salón. En este había unas cuantas mesas y en una de ellas Eduardo había detectado a dos muchachas con dejo argentino. Estratégicamente, se posicionaron en la mesa de al lado y ordenaron dos cervezas.

Nicolás no paraba de pensar en la carta. ¿Qué era lo que Linda le diría? ¿Qué sería de su vida? ¿Con cuántos otros tipos habría estado en los últimos meses? ¿Estaría bien?

– …y no sabes lo que respondió el idiota cuando llegó el cliente –dijo Eduardo, terminando otra de sus anécdotas.

Nicolás se quedó perdido mirando el horizonte.

–¿Para eso te traigo? Vas a invitar la otra ronda –reclamó Eduardo, al ver que Nicolás no le prestaba atención.

–Sigo pensando en Linda.

–No me digas –respondió sarcástico.– No te envenenes por amor, mi querida Julieta –se burló.

–Yo pago la que viene –dijo Nicolás.

–Mira a las flaquitas –continuó Eduardo.– Yo creo que nos movemos a su mesa antes de que nos atrase algún idiota.

Elegantemente, se mudaron a la mesa de al lado. Los nombres de las chicas eran Sophie y Bea. Habían crecido en la provincia de Rosario en Argentina y llegado a Lima por temas de trabajo. Eduardo se enamoraba con cada palabra que decían con su marcado acento y se sorprendió por los accesorios tan caros que traían consigo. Las muchachas hacían notar que no les iba nada mal en sus negocios.

Luego de unas horas y con algo de suerte, se embarcaron los cuatro en un taxi que los dejó en la entrada de la pensión. Pero cuando estaban por abrir la puerta, dos tipos apuraron el paso en la vereda del frente y cruzaron la pista, cogiendo a las chicas y empujándolas contra la pared mientras las rebuscaban.

–¡Abre las piernas, carajo! –gritó uno de estos, mientras le palpaba los costados a Bea.

Nicolás no entendía lo que pasaba, hasta que Eduardo lo jaló y lo llevó a ayudarlas.

–¿Qué mierda hacen? –exclamó Eduardo, acercándose.

–¡Aléjate, carajo! –gritó el tipo, sacando una pistola.

Eduardo se paralizó y Nicolás arremetió.

–¿Para qué la vida? ¡Dispara, marica! –gritó.

Inspirado por el valor que había demostrado Nicolás, Eduardo siguió adelante.

–¡Dispara o guarda tu juguete!

El tipo apuntó a Nicolás y este cerró los ojos, esperando su inevitable destino. Pero cuando volvió a abrirlos, vio como guardaba el arma y, en su lugar, sacaba una placa policial.

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–Señores, por favor. Estamos en un operativo.

–Somos ‘rayas’. Estamos trabajando. –dijo el que sujetaba a Sophie.

–¿Es en serio? –preguntó Nicolás.

–Ya perdí, compadre –dijo Bea, con marcado acento limeño.

–¿No eran de Argentina? –preguntó Eduardo sorprendido.

–¿De Argentina? –se burló uno de los policías.

Minutos después llegaron refuerzos y se las llevaron. Se trataba de dos distribuidoras de coca y éxtasis, muy conocidas en la zona de Barranco.

–Esto no puede terminar así –dijo Eduardo.

Nicolás sentía que le temblaban las manos y aún no podía creer lo cerca que había estado de la muerte.

–Ni cagando. Tengo un ron adentro, te invito –dijo Nicolás, sacando la carta de su bolsillo.– Necesito leer esto.

Entraron a la pensión, leyeron la carta y ambos se quedaron tomando hasta el amanecer, mientras Nicolás hablaba sobre su gran decepción con Linda y Eduardo fanfarroneaba sobre su día en la oficina.

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