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‘La Perricholi, la Reina de Lima’: Lee un extracto de la última novela de Alonso Cueto

“(La Perricholi) hace una revolución en las costumbres de Lima, crea una historia personal de escándalo y provocación; desafía el sistema”, dice el autor sobre la protagonista.

Imagen
Alonso Cueto: Hijos de la Perricholi.
Fecha Actualización

Doscientos años después de su muerte, el Perú redescubre una fascinación por Micaela Villegas, conocida como la Perricholi, gracias al escritor Alonso Cueto. Una paciente tarea de investigación que se alargó por una década concluye con una novela histórica que la crítica ha colocado en la cima de la obra literaria de Cueto, a la par de libros como 'La hora azul'.
El amorío entre el virrey Amat y la bella Micaela Villegas, y el ejercicio por descifrar qué representa cada uno guían los capítulos de esta novela. Frases diestras y envolventes desfilan para narrar este romance, uno de los más polémicos del siglo XVIII en el Perú. Un texto que tiene la pericia de trasladarnos a la época, en sus escenarios, personajes y hasta en el lenguaje.
Compartimos un breve, pero significativo, extracto de lo nuevo de Alonso Cueto.
Al día siguiente, Micaela entró a su casa y sintió el cuerpo
atizado de pequeños dolores. Los dolores no se debían a la
noche que había pasado con el virrey ni a la certeza de verlo
partir ni a las miradas de todas las mujeres de la calle que la
seguían en ese instante. Nada de eso la cansaba. Lo que la
agobiaba tenía que ver con la cara que le ponía su hermana
Josefa al verla entrar, el esfuerzo que la llevaba a sentarse frente
a ella y taparse las mejillas. Su hermana le recordaba lo que
debía hacer y no había podido.
Imagen
—¿Se lo dijiste?
Micaela miró a Josefa.
—No pude.
—¿Pero…?
—Me dijo que cree que se irá este año. Se va a ir. Pero no
sé cuándo. Tenía que pasar y sin embargo no lo puedo creer.
Micaela miró a su hermana a través de los nubarrones de
la tristeza.
—Bueno, pero tú no te irás de aquí. Y se lo tienes que decir.
Él tiene que saber la verdad. Tú no te vas a ir con él, Micaela.
—Ya sé, Josefa. No me quiero ir además.
—Entonces…
—Se lo voy a decir pronto. Descuida. Y entonces será el
fin. La despedida será aun peor.
—Pero puede creer que el hijo es suyo.
—No, Josefa. Le diré la verdad. Mi hijo es de Martín.
—¿Y sabes algo de ese Martín de Armendáriz?
Micaela se echó en la tarima de la sala. Miraba hacia el
techo. Su voz era lenta y pausada. Se repetía algo que había
dejado de molestarle.
—Algunos dicen que está en Potosí, trabajando en la
administración de las minas. Pero también dicen que está
por aquí. No importa. Tampoco lo necesito a él. Es un pobre
cobarde, Martín.
De pronto apareció Manuelito.
—Mi amor, mi vida —dijo Micaela.
El pequeño corrió hacia ella.
                                         *
En ese año de 1776, cuando Micaela cumpliría veintiocho
años, la ciudad de Lima albergaba un buen número de nobles.
En las casonas, recorriendo los zaguanes hechos de piedras de
Panamá y subiéndose a los balcones con cedro de Nicaragua,
vivían condes, marqueses, condesas y marquesas, entre muchas
otras personas con títulos. Había doscientos cincuenta y nueve
nobles, entre los que por supuesto se contaban el virrey Amat
y el arzobispo Diego Antonio de Parada. A ellos se sumaban
los ciento treinta y cinco Caballeros de la Orden de Santiago
que se consideraban aristócratas por derecho propio. Algunos
decían que había más nobles en Lima que en México.
Las casas contaban con mobiliario de concha de perla,
objetos de plata. En algunas de sus paredes colgaban cuadros
originales o copias de Rubens, Tiziano, Murillo. Los cuadros
de los italianos Bernardo Bitti y de Angelino Medoro se lucían
en las iglesias y conventos. La piedad y la ostentación se daban
la mano. Alguien dijo que en Lima había cuatro mil calesas,
y el rumor se extendió. Cada una pugnaba por ser más lujosa
para cuando saliera a lucirse. Cuando las calesas se detenían
en alguna calle de la plaza, de todas brotaban mujeres que
de pronto se rodeaban de su corte de esclavos, cada una más
numerosa que la de sus vecinos como tenía que ser, entre
los tintineos de sus alhajas. Los trajes de las mujeres tenían
faldellines, cintas, mantillas que les cubrían un ojo y a veces un
ojo y medio y a veces un ojo y tres cuartos del otro. También
perlas, muchas perlas y piedras preciosas, jubones de tela blanca
y dorada. Se decía de señoras que llegaban a lucir sesenta mil
piezas de joyas acumuladas.
Cuando la fortuna no venía de la minería, llegaba de la
agricultura. Las chacras más productivas eran las de Maranga,
La Molina y El Naranjal, de las familias Ortiz de Foronda,
Salazar y Breña y del marqués de Corpac.
Algunas de estas familias tenían más de mil esclavos.
Muchos matrimonios se arreglaban entre los jóvenes de una
y otra familia de linaje.
Una de las más influyentes era sin duda la familia Bravo del
Ribero. El señor Pedro Bravo del Ribero había sido y seguiría
siendo uno de los enemigos más militantes del virrey Amat.
Fue uno de los más felices cuando supo la noticia de su partida.
Tenía unas frases repetidas para referirse al virrey.
—Gana más de cincuenta mil pesos al año. Más doce mil
por gratificación. Más todo el dinero que se roba. Nadie con
tanta ambición merece ese dinero sobre todo cuando lo gasta
en los caprichos de esa mujerzuela.
—Y que lo digas. La Perricholi es la encarnación perfecta
del demonio. Mira su piel quemada nomás.
Quien hablaba era su esposa Petronila. Sus ojos se habían
encendido como brasas pero poco después se fue al baño
a enjugarse.
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DATOS
EL AUTOR: Alonso Cueto
Lima, 1945. Es autor de las novelas Testamento de sangre, La viajera del viento, La pasajera, El susurro de la mujer ballena, La hora azul (Premio Herralde 2005), entre otras. Ha recibido el premio Anna Seghers, la medalla Inca Garcilaso y la Beca de la Fundación Guggenheim.
LA OBRA
Alonso Cueto
Penguin Random House
443 pp.
Está en la Feria Internacional del Libro de Lima (Parque de los Próceres, Jesús María), que va hasta el 4 de agosto.
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