Homenaje al amigo. Jorge Edwards fue un prestigioso escritor, abogado, periodista y diplomático chileno.
Homenaje al amigo. Jorge Edwards fue un prestigioso escritor, abogado, periodista y diplomático chileno.

Nos conocimos con Jorge Edwards hace más de medio siglo cuando, en la plenitud de su joven madurez, él llegaba a Lima como consejero de la embajada chilena y yo me iniciaba como diplomático en Torre Tagle. En las siguientes décadas nuestras carreras se entrecruzaron hasta coincidir, finalmente, como embajadores de nuestros países en París y la Unesco, lo que nos permitió asentar una amistad tantas veces retaceada por los inescrutables vaivenes de la profesión. Así, cuando apareció en 2011 su última novela intitulada La muerte de Montaigne –pues sus dos libros siguientes a mi juicio no lo fueron–, me solicitó que la presentara en la FIL de Lima a la que vendría como invitado de honor. Así lo hice, porque descubrí desde la primera lectura de aquel libro que me encontraba frente al angustioso ajuste de cuentas de un amigo con su propia existencia, como si estuviera despidiéndose lenta pero anticipadamente de cada uno de sus lectores, pero sobre todo de sí mismo, con los ritos y ceremonias del adiós que, para Edwards, yacían hasta entonces disimulados en la vida y obra del más exquisito de los humanistas de todos los tiempos, su admirado Señor de la Montaña que cerraría el Renacimiento e iniciaría la Modernidad en la cultura y la civilización occidentales.

Con La muerte de Montaigne, Edwards estaba también inventando, acaso sin proponérselo, todo un subgénero novelesco dentro de la categoría de la biografía, una subespecie de autobiografía mimética, es decir, aquello que pudiese significar la escritura de una biografía cualquiera para mejor retratarse el autor mismo a través de su biografiado.

Pero, ante las variadas lecturas posibles, también propuse en mi presentación que esta novela fuese sobre todo considerada como un ensayo sobre la vida, sobre la vida misma, la vida en sí, sencillamente la Vida en mayúscula, pero no sólo aquella de Montaigne y del propio autor sino de la vida toda, la vida a secas, la magnificencia de ser vida, su fausto y su fasto –su lujo y fortuna– a fin de estar sus lectores mejor premunidos para presagiar la muerte acechante, aquella siempre agazapada a espaldas de todos nosotros los mortales. Porque, en este libro, la muerte no la encontré sólo en el título o en la evocación de un escritor que vivió hace casi medio milenio: el sentimiento de la muerte del propio autor subyacía a todo el texto, aunque lo hiciera por interpósito protagonista: “Su preparación para la muerte –advertía Edwards de Montaigne— era parte de su culto de la vida, del instante, de la belleza de las cosas. La conciencia de la muerte fortalecía la conciencia de la vida”. Así, La muerte de Montaigne fue para mí una premonición de la vida más allá de la vida misma, al tiempo que un ensayo sobre la ancianidad –que jamás podría confundirse con la vejez–, un libro no tanto sobre la senectud sino sobre la estética del ocaso existencial, la belleza solaz de quien ya puede mirarse a sí mismo serenamente en el retrovisor de su propia existencia, estoicamente.

Qué himno sublime a la beldad de la vida me resultó aquel último libro de Jorge Edwards, escrito sin convulsiones ni amarguras ni penosos retorcimientos espirituales frente al atisbo –frente al abismo– de ese inexorable fin que aguarda a todos y que, finalmente, le llegó hace escasos días al amigo ahora recordado. Porque él, de la mano de Montaigne, nos aseguró con la domesticación de la muerte, que frente a esta no hay cabida para el tormento o la desesperanza.