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José Carlos Yrigoyen: Arturo Corcuera (1935-2017)

“Con más de quince títulos a cuestas, Corcuera fue un poeta que escribió y publicó mucho (...). Cantó a la naturaleza, al erotismo, a la revolución...”.

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“La poesía se escribe con la vida”, declaró alguna vez Arturo Corcuera, y se esforzó en demostrar la certeza de aquella afirmación a lo largo de su existencia.
Corcuera nació en 1935, en Salaverry, Trujillo, muy cerca del mar, y ahí conoció la fauna que habitaba entre la orilla y las aguas. Más tarde, cuando su padre –quien también escribía poesía– fue nombrado juez en Contumazá, vivió rodeado de las bestias del campo. Esas experiencias fueron decisivas para la obra poética que redondearía años más tarde, pero todavía faltaba un largo camino para llegar a coronarla.
Primero se decantó por una poesía social realista en la que buscó una voz propia, como atestiguan sus libros iniciales, Cantoral (1953) y El grito del hombre (1957), que combinaban, bajo el peso de Vallejo y Romualdo, la denuncia política con un intimismo lírico, pero todavía de manera insegura y epigonal. Es con su notable Noé delirante (1963) cuando ironía, crítica y magia, enmarcados en el tono de la fábula, alcanzan no solo suma originalidad, sino brillo.
Aunque usualmente se le ha catalogado como un libro infantil, Noé delirante guarda, dentro de su aparente simplicidad y ternura, una sutil y lúcida impugnación ideológica bastante más acertada y convincente que la practicada por otros poetas denominados sociales. Ahí están el Escarabajo, “burgués contaminado”, el torvo Buffalo Bill o su fábula sobre Mickey Mouse, “tenebroso agente de la CIA”, como ejemplos, entre muchos otros.
Libro popular –algo muy poco común para un poemario en el Perú– alcanzó más de once ediciones en nuestra lengua y muchas de sus composiciones fueron traducidas a múltiples idiomas. Ese, desde luego, no es su principal logro, sino el haber planteado una ruta propia, pródiga en posibilidades expresivas y, aunque generosa, intransferible por su personalísima audacia.
Con más de quince títulos a cuestas, Corcuera fue un poeta que escribió y publicó mucho. No todas sus entregas resultaron igual de afortunadas, pero si algo las distingue y las valida es que fueron motivadas por la convicción y necesidad de su autor por manifestar y defender las diversas pasiones que lo alimentaban y le daban sentido a su vida. Cantó a la naturaleza, al erotismo, a la revolución y al club del que era insobornable hincha, dedicándole un libro entrañable, La gran jugada o crónica deportiva que trata del Teófilo Cubillas y el Alianza Lima (1974), con toda seguridad el poemario deportivo más valioso que se ha editado en este país.
Pero, a pesar de que su obra rezuma vitalidad, la mayor obsesión de Corcuera era la muerte. No solo aludía a ella constantemente en las entrevistas, llamándola con distintos nombres (“la Huesuda”, “la Nariguda”), sino que está presente, como un ave de mal agüero, en varios de los poemas que escribió. Cuando le preguntaron por ella en uno de los últimos reportajes que se le dedicaron, Corcuera confesó lo siguiente: “No le temo, lo que me produce es dolor. No poder ver más una flor, no ver a los amigos, los seres queridos. Eso es terrible. Escribo poemas eróticos contra la muerte”.
Si tenemos en cuenta esto y lo que dijo en alguna ocasión el poeta griego Odysseas Elytis, “escribo para que la muerte no tenga la última palabra”, puedo afirmar, don Arturo, que la Huesuda no ha vencido.
No esta vez.
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