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'El jardín', de Pablo Simonetti

La obra "nos habla de ese mundo personal que es una casa. De cómo matan ese universo. De cómo mueren las personas junto con ellas”, señala la escritora peruana Alina Gadea en la columna Tema Libre.

Fecha Actualización
Siempre he pensado que leer es la mejor forma de acercarse a sí mismo porque los libros nos permiten encontrarnos con vidas parecidas a las nuestras y a las que de otra forma no podríamos acceder, al menos con tanta intensidad. Eso lo constaté hace unos días; un amigo que conocí recién me regaló la novela 'El Jardín', de Pablo Simonetti. Me dijo, he leído tu novela 'La casa muerta' y me ha parecido que este libro es para ti.
Desde la dedicatoria sentí una punzada en el pecho. El autor lo dedicaba a su madre. Tal como lo hice yo. Y comencé a intuir que iba a contar una historia muy parecida a la mía. Y lo hacía, muy a su manera, con su propio estilo y lenguaje. Era evidente: iba a hablarnos de la caída de una casa, de unos árboles y de la vida entera de una mujer.
La primera frase: “Ayer comenzó la demolición de la casa de mi infancia”, fue una estocada para mí. Continuaba contando su decisión de observar, entre la niebla del invierno chileno, cómo se traían abajo el escenario de su niñez. Me pude ver a mí misma en esas páginas e imaginé cuántos lectores sentirían lo mismo. De inmediato vinieron a mi mente las frases del poeta Javier Heraud: No derrumben mi casa, mi cuarto con su alta ventana mañanera, el árbol de manzanas que yace ahora seco por el grito y el cemento.
La novela 'El jardín' nos habla de ese mundo personal que es una casa. De cómo matan ese universo. De cómo mueren las personas junto con ellas. De cómo sucumbe una ciudad entera a la voracidad monetaria de la construcción. Pensé en 'La casa tomada' de Julio Cortázar con su puerta cancel y sus cómodas de alcanfor. Esa en la que dos hermanos se resisten dentro de ella a la fealdad del mundo de afuera, al consumismo y a la conveniencia económica. Sencillamente porque tienen una vida dentro que es como un mundo entero, como ese útero cálido al cual volver, del que habla el gran José Donoso.
Encontré que el fenómeno inmobiliario había afectado tanto a Lima como a Santiago, y me pregunté, a cuántas otras ciudades. ¿Es acaso que el mundo ha cambiado tanto? Junto con esas casas se fue algo de nosotros, se fue la forma de vida de los que vivimos en ellas. Las calles perdieron para siempre la sombra de los árboles, el sonido de los pájaros y el olor de las flores. El cemento se llevó la última de las mariposas en los mastuerzos naranjas.
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Simonetti teje una maraña de conflictos y emociones familiares que laten al fondo de las familias. Sus pugnas de poder, sus discriminaciones, sus injusticias. Su manera de no ver lo que realmente es importante. Y la frialdad del mundo moderno frente a ese jardín florido, donde aún habita una mujer destinada a tener que abandonar ese mundo personal conformado por camelias, azaleas y rododendros. No pude evitar sentir la nostalgia de ese paraíso perdido. No serían camelias, pero sí buganvillas, jazmines y madreselvas. No sería Santiago, pero era Lima. No sería la señora Luisa, pero era yo misma. Y era a la vez mi madre.
Quiere decir que sí, que el mundo ha cambiado. Las ciudades se han ido transformando físicamente, en pasadizos sombríos y ventosos de edificios construidos sin más criterio que el comercial. Atrás quedaron las preocupaciones arquitectónicas por la luz, la quietud, el verdor, el aire, el espacio y hasta el olor de las flores.
Mucho antes del desenfreno de la construcción de edificios, Julio Ramón Ribeyro describió a Miraflores ya no como un balneario sino como una urbe vocinglera y sin alma. Y ya Chabuca Granda se había adelantado: Nos estamos quedando sin esa Lima de otrora, sus calles como en la copla son unas calles cualquiera, camino de cualquier parte.
Al leer 'El jardín', qué cerca estamos de nosotros mismos. y cuánto querríamos que la señora Luisa siguiera viva en su casa de Las Salvias y que la azalea volviera a brotar.