Por Gonzalo Figari
Director Creativo en CandyStore
“… Entra en el maravilloso mundo de la publicidad...”. Ese era el seductor eslogan con el que se promocionaba el instituto superior donde estudié la carrera. Pero lo que ese eslogan escondía era que, para entrar en ese maravilloso mundo, primero tenías que sortear un curso de Matemáticas escondido entre los estudios generales.
Nunca entendí esa maldición obligatoria.
Solo volver a pensar en aquel curso de Matemáticas me hace sentir una fría cascabel recorriendo mis intestinos.
Pero este drama no era igual para todos. En clase había auténticos espadachines de los números, gente que había pasado previamente por otras carreras universitarias y que, para ellos, ese curso de Matemáticas era pan comido.
Pero yo no estaba solo en mi drama, no era el único indocumentado numérico: también estaba mi amigo Cuki. Éramos un desastre para las matemáticas; al propio Baldor se le hubiera desatado el turbante al vernos.
Ángel, un colega que hacía honor a su nombre, nos intentaba explicar con paciencia durante los descansos; pero, cuando mirábamos esos números puestos unos encima de otros, nos empezaban los mareos.
Así que fuimos reptando examen tras examen, contorsionando nuestros cuellos para mirar los exámenes de los demás, que levantaban las hojas de sus pruebas, amablemente, para que pudiéramos copiarnos.
Pero, a pesar de todo ese esfuerzo, Cuki y yo necesitábamos una nota importante en el examen final, y eso era imposible.
La noche anterior al examen me sentí perdido y sin esperanza, así que recé sin parar a una estampita de san Judas Tadeo. Mi mamá siempre decía que aquel santo era “el santo de los imposibles”, así que me aferré a ese único disparo: un milagro de san Judas Tadeo.
Llegué temprano al salón y busqué la mejor ubicación cerca de los espadachines matemáticos del salón, pero todo se derrumbó cuando vi entrar a Leo. Leo era un jefe de prácticas implacable, un maestro Miyagi para atrapar a los copiones como si fueran moscas. Antes de empezar el examen, nos dijo dos cosas: “Lo primero, solo tendrán que solucionar 4 operaciones; los que han estudiado durante el curso pasarán facilito. Y lo segundo, Gonzalo y Cuki se sentarán al final de la clase solos”.
Nos habían pillado, estábamos fichados. Nos miramos Cuki y yo con ojos de náufrago mientras nos sentábamos atrás del todo.
Camino al calvario, nos interceptó con urgencia Gabriel, uno de los espadachines matemáticos más buena gente, y nos dijo al oído con seriedad: “No se preocupen, nosotros les pasaremos las respuestas; cada una irá en un papelito”.
Sonó el silbato y empezó el partido. Cuki y yo nos hacíamos los que escribíamos mientras los estudiantes de adelante iban descifrando esas imposibles operaciones. Cada vez que Leo se giraba o miraba el reloj, un pequeño papel volaba como un meteorito hacia el fondo del salón para rescatarnos. Todos los demás alumnos aprovechaban también para mirar esos papelitos y corregir sus operaciones. Ya teníamos 3 papelitos y 3 operaciones resueltas; pero, cuando el cuarto papelito satelital estaba a punto de emprender su vuelo hacia nuestros pupitres, Leo sintió el fraude en el ambiente y decidió dar por terminado el examen. Yo salí hundido; necesitaba todas las respuestas acertadas para pasar ese diabólico curso y me faltó la última. Asumí que repetiría aquel curso. Pasé la peor noche de mi vida.
Al día siguiente, desperté con el timbre de la puerta de casa: era Cuki. Se agarraba la cabeza, tenía los ojos inyectados de felicidad. “Gordito, no sabes lo que ha pasado. La última operación, la que nunca nos llegó, estaba mal. Toda la clase ha sido jalada porque todos tenían el mismo error, y los profesores han decidido jalar a todos. Los únicos dos que hemos aprobado el curso somos tú y yo”. Nos dimos un abrazo de final de Mundial, mi corazón estaba a tope. Corrí escaleras arriba hacia mi cuarto y besé la estampita. “El santo de los imposibles” era un eslogan de verdad.
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