Había llegado al bar “El Cordano” pocos minutos después de la 2 p.m. Me senté, como de costumbre, en la mesita que está frente al gran espejo que cuelga sobre la barra. Siempre me ha gustado esa atmósfera añeja, ese espacio anclado en el tiempo, compuesto por pequeñas mesas de granito, baldosas desgastadas y maderas empotradas en las paredes. Estaba a punto de llamar al mozo, cuando me jaló la vista la presencia de un comensal: el premier Alberto Otárola. El local está tan cerca de Palacio de Gobierno —apenas unos cuantos metros— que tampoco era una gran sorpresa encontrarlo ahí. Otárola estaba sentado en el otro extremo, solo, apurando un café. Daba toda la impresión de estar esperando a alguien.

Me desentendí por un momento del premier y, en cambio, me concentré en el motivo de mi visita a “El Cordano”. Tenía una cita, una esperadísima e impostergable cita con uno de los más notables potajes del lugar: un endemoniado lomito al jugo con tacu tacu. Justo después de hacer mi pedido, ocurrió algo que activó todas mis alarmas: un hombre, de terno impecable, ingresó al local y caminó —casi desfiló— hasta detenerse ante la mesa de Otárola, ante la pequeña, temporal e improbable sucursal de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM).

Desde mi lugar, y con el mayor disimulo posible, lanzaba miradas hacia el otro extremo. Sin duda alguna, aquel hombre era a quien Otárola estaba esperando. Pensé que no mucha gente está en posición de hacer esperar a una de las dos personas más poderosas del país —la otra, según la Encuesta de Poder de Ipsos, es una tal Dina Boluarte—. El problema era que desde mi posición no podía distinguir del todo su rostro y necesitaba verlo otra vez, porque algo me decía —supongo que ese algo era mi memoria RAM— que lo había visto antes, en algún lugar, en alguna noticia.

Me puse de pie y caminé hacia ellos. Lo hice con la mayor tranquilidad posible, resuelto, como si no me importara nada su conversación. Tuve suerte. En la pared a la que estaban pegados, había unos cuadros con fotos antiguas del local. Llegué y me detuve frente a esas imágenes de antaño. Mientras movía mi cabeza, asintiendo sin un motivo aparente, mis oídos trataban de separar, del enmarañado ruido general, la conversación —al parecer bastante encendida— que estaban teniendo el premier y el desconocido. Fue inútil. Por más que me esforzaba no lograba distinguir ninguna línea clara. Todo se me hacía ininteligible. Derrotado en ese vano y absurdo espionaje auditivo, volteé para regresar a mi lugar. Ese giro me permitió ver nuevamente y, esta vez, mucho mejor el rostro del interlocutor de Otárola. Qué exasperante sentir que, en efecto, recuerdas sus facciones, pero no logras asociarlas a un nombre, ni tampoco a algún lugar.

Otra vez sentado en mi mesita, pensé que, si yo no lo reconocía, quizá sí algunos de mis amigos periodistas. Entonces, el plan B era volver a acercarme y, sin que nadie lo note, tomarle una foto al hombre misterioso. Por fortuna, la seguridad del premier se encontraba afuera, apostada en el frontis del local. De lo contrario, de tenerlos en el interior o en alguna mesita vecina, la misión fotográfica sería imposible. Sin embargo, el plan abortó por razones de fuerza mayor, o, para decirlo con exactitud, por razones de un señor mayor.

“Otárola, mi plata. Págame toda mi plata”, dijo de pronto una voz ronca y potente, un rugido que apareció de la nada y remeció todo el lugar. El hombre, que al parecer acababa de salir del baño, era alto, ya bastante mayor, pero corpulento. “Me vas a dar mi plata porque me vas a dar mi plata”, dijo ahora con una lógica incuestionable y alzando todavía más la voz. Pensé que en cualquier momento la seguridad de Otárola iba a ingresar y se iba a llevar a este señor para explicarle, con la amabilidad que les caracteriza, que al premier se le respeta, o, al menos, no se le irrespeta en lugares públicos. Sin embargo, los encargados de su seguridad seguían sin aparecer. Mientras tanto, el hombre seguía vociferando y acercándose, cada vez más, a la mesita de la PCM.

“Vas a ver que con los fonavistas no se juega”, dijo y, de ese modo, reveló de qué iba el asunto. Vi entonces que Otárola se puso de pie y se le enfrentó, claro, desde prudente distancia. “Señor, le han informado mal. La ley de devolución del Fonavi ya fue aprobada. A partir del otro mes ya debe estar cobrando”. El fonavista desinformado, sin dejar de acercarse a él, le increpó, ya a puro grito: “¡A mí no me vas a cojudear!”. En ese momento, por fin, ingresó la seguridad de Otárola. Tres de ellos cogieron al hombre como pudieron y, con la amabilidad que les caracteriza, lo sacaron del local a empellones. El premier alzó los hombros y volvió a su mesa. Antes de que su diálogo se vuelva a mezclar con todas las demás voces del ambiente, y se torne, otra vez, incomprensible, alcancé a escuchar: “Perdona, Mathías, son gajes del oficio”. De pronto, vi todo con claridad. Me bastó escuchar el nombre de “Mathías” para que mi cerebro termine de asociar la imagen del hombre que había visto hace poco en las noticias con el nombre que le corresponde: Mathías Fariña. ¿Y quién es Mathías Fariña? Es un abogado uruguayo, representante de Juan Reynoso. ¿Y quién es Juan Reynoso? Bueno, es, para decirlo sin procacidades, el entrenador menos querido del momento.

¿Qué hacía el representante de Reynoso reuniéndose con Otárola? ¿Qué hacía Otárola recibiéndolo fuera de las instalaciones de Palacio? Y, otra vez, ¿para qué habían acordado reunirse? ¿Acaso Lozano le habría pedido ayuda al Gobierno para pagar la millonaria indemnización? ¿Acaso al Gobierno le importa la salida de Reynoso?

Una explosión de interrogantes y posibles respuestas empezó a resonar en mi cabeza. Entonces comprendí que si quería descubrir de qué estaban conversando tenía que volver a levantarme de mi silla y acercarme lo más pronto posible, antes que den la reunión por terminada y se retiren del local. Respiré hondo, pero después de una profunda meditación, decidí quedarme en mi lugar. Primero porque lo más probable era que seguiría sin entender la conversación; segundo porque podrían descubrirme y no quiero que la seguridad de Otárola me dé muestras de la amabilidad que les caracteriza; y, tercero, valgan verdades, el motivo más importante de todos, porque acababa de llegar, humeante y despidiendo un olor inapelable, mi lomito al jugo con tacu tacu. Después de todo, una cita es una cita.


TAGS RELACIONADOS