Llegué a Ica con las expectativas muy elevadas, quizá demasiado. Primero por la celebración a la que había sido invitado y, segundo, por el esperadísimo y prometedor reencuentro que iba a tener con un examor. Sin embargo, un tercer hecho, de naturaleza política, tan improbable como inesperado, terminó por ensombrecer todo. Vaya novedad. Y es que parece que no hay escape: o te metes con la política, o la política se mete contigo.

La celebración del cumpleaños resultó excelente. Ahora, al día siguiente, quedaba abocarse al reencuentro. Para las cinco de la tarde, ya estaba bañado, acicalado y listo para salir. El lugar pactado era la laguna de la Huacachina. No podía haber sido de otra manera. Aquel había sido un lugar recurrente para nuestras citas hacía ya casi 20 años atrás. Según la leyenda, en las noches emergen sirenas de la laguna y, si estás demasiado cerca al agua, estas te arrastran hasta el fondo.

Llegué a las 5:50 p.m., diez minutos antes de lo acordado. En seguida, Lourdes apareció a lo lejos. Y, aunque habíamos estado conversando en los días previos, el encuentro visual, presencial, físico, me puso mucho más nervioso de lo que imaginé. Y sentí, casi estoy convencido, que a ella le pasó lo mismo.

Minutos después, ya estábamos sentados en el restaurante frente a la laguna. Todo iba bien. El mozo ya nos había traído unas bebidas para brindar. Había un ambiente, una vibra, un feeling inmejorables. La noche prometía, y mucho, hasta que se me ocurrió mirar alrededor. Entonces, ¿a quién vi, feliz de la vida, con la tranquilidad de un budista zen y junto a dos hombres que parecían ser su seguridad, caminando a pocos metros de ahí? Al prófugo menos buscado del país: Vladimir Cerrón. De pronto, las palabras que Lourdes me lanzaba parecían debilitarse, perder fuerza y caer antes de llegar a mis oídos, mientras yo, ensimismado, seguía y perseguía a Cerrón con la mirada.

—¿Qué pasa? —me dijo en un tono de evidente desconcierto.

Yo, nada caballero, no le respondí. Por el contrario, me mantuve en silencio y siempre con la mirada puesta en Cerrón, tratando de no perderlo de vista.

—Sabes que te estoy hablando, ¿no? —insistió ahora con molestia.

Tras comprobar que Cerrón y su séquito se habían perdido detrás de un grupo de palmeras y eucaliptos, volteé a encontrarme con el rostro adusto y fastidiado de Lourdes.

—Me parece de muy mal gusto que te esté hablando y no me hagas caso. Y encima te pones a mirar a otro lado.

—Perdóname, yo no soy así.

—No sé, de repente esto ha sido una mala idea.

—No, no, es que no te imaginas a quién acabo de ver.

Lourdes me miró. Claramente, ni se imaginaba ni le importaba de quién estaba hablando.

—¿Tú sabes quién es Vladimir Cerrón?

—Sí, claro, el que estaba con Castillo.

—Sí, ese. ¿Y sabías que está prófugo hace más de seis meses?

—Sí, sí sabía, pero no sabía el tiempo. ¿Por qué me preguntas por él, ah?

Sin dejar de mirarla, alcé mis cejas al tiempo que incliné levemente mi rostro. Dos o tres segundos después, ella despegó sus labios y quedó con la boca semiabierta.

—No me digas que Cerrón era al que estabas mirando.

—Cómo te voy a decir que sí si me estás pidiendo que no te diga.

Por fin, un leve atisbo de sonrisa se formó en su rostro.

—Ya pues, te hablo en serio.

—Sí, sí, era él.

—¿Estás seguro? Mira que por allá está medio oscuro.

Y era un reparo válido. La iluminación no era la mejor.

—Sí, estoy seguro —le respondí—. En un momento vi su rostro con toda claridad.

Lourdes se llevó la mano al mentón, y luego asintió, como si estuviera respondiendo afirmativamente alguna pregunta.

—¡Qué casualidad! —me dijo, tras un breve silencio—. Justo la presidenta también está aquí.

—¿Dina Boluarte también está en Ica?

—Sí, pero creo que es algo medio secreto.

—Bueno, no he visto nada en las noticias. ¿Cómo así sabes lo de la presidenta?

Lourdes me mostró ahora una sonrisa, diría yo, más que alegre, traviesa.

—Te cuento. Mi esposo…

—¿Tu esposo? —pregunté sorprendido, casi tanto como cuando vi a Cerrón— ¿Querrás decir tu exesposo?

—No, mi esposo.

—Ah, yo supuse que como están separados…

—Nosotros no estamos separados.

Traté entonces de recordar nuestras conversaciones previas para ver en qué momento me había dicho que estaba separada, pero fue en vano. Lo que sí recuerdo es que me dijo que era una mujer libre, que podía hacer con su vida lo que le plazca y que no tenía que pedirle permiso a nadie. A veces, uno entiende lo que quiere entender.

—Ah, perdona —le dije—. Yo supuse que…

—Acuérdate de lo que te voy a decir. Nunca supongas cuando se trata de mujeres— me dijo y lo esculpí en piedra.

Pasado aquel momento incómodo, me contó que su esposo era un oficial de la Policía y le había confiado que iba a participar en un operativo de seguridad para la presidenta. De aquella información saqué en limpio dos datos de importancia capital: 1) el esposo de Lourdes tiene un arma y 2) Boluarte estaba en la ciudad del eterno sol, aunque ya sea de noche.

—¿Y sabes dónde va a estar la presidenta esta noche?

—No, no sé.

—¿Y tú crees que tu esposo…?

—No, no creo que quiera contarte.

—A mí no, pero seguro a ti sí.

Una sombra volvió a oscurecer su rostro.

-No, prefiero no meterme en su trabajo.

Y eso fue. En algún lugar de Ica, muy probablemente, a escasos metros de la laguna de la Huacachina, la presidenta Boluarte y el prófugo Cerrón estaban a punto de tener un encuentro, más bien, un reencuentro, uno que, de todas maneras, tenía más futuro que el mío con Lourdes, perdón, con la señora Lourdes.

Y así, la siguiente hora —antes de pedir la cuenta y despedirnos hasta cuando la casualidad quiera— recordamos algunas anécdotas y hablamos sobre amigos que habíamos tenido en común, y pese a que me había imaginado otro desenlace, no la pasé del todo mal. Sin embargo, en medio del intercambio de palabras, de historias, de puestas al día, siempre aparecía en mi mente, una y otra vez la misma imagen: Boluarte y Cerrón riéndose, a mandíbula batiente, de la prensa, de la justicia y, en buena cuenta, de todos.

Al final, ya solo, me acerqué y me quedé viendo largo rato la laguna. No puedo decir qué es, pero, sin duda, hay algo mágico en aquella masa de agua oscura y ondulante, que hace que tantas gentes, entre embrujadas y arrobadas, acudan y regresen a ella, casi sin remedio, como yo. Y aunque no creo para nada en aquella leyenda de las sirenas, mejor ya no me acerco demasiado. Ica está en el Perú, y en este país, uno nunca sabe.


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!


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