"Cerrón se tomó todavía unos segundos más antes de hacer la llamada y activar el protocolo de su entrega. Tras ese breve lapso, el líder de Perú Posible empezó a marcar el número".
"Cerrón se tomó todavía unos segundos más antes de hacer la llamada y activar el protocolo de su entrega. Tras ese breve lapso, el líder de Perú Posible empezó a marcar el número".

El día que se iba a entregar, Vladimir Cerrón se despertó a las 7 de la mañana a preparar el café negro y sin azúcar de siempre. Luego, antes de hundirse en la computadora, revisó los dos o tres diarios que le hacían llegar. Almorzó un bistec con papas fritas, una jarra de chicha morada y una gelatina de fresa. Al terminar, empezó a revisar los últimos detalles, los pormenores de la manera en la que todo ocurriría. La operación se iniciaría con una llamada, la que él haría a su equipo de prensa. Bastaría con que Cerrón levante el celular, presione unos cuantos botones y transmita la frase con reminiscencias belaundistas: “Adelante”. Ello gatillaría la inmediata aparición de un comunicado en las redes sociales que se haría viral y pronto todo el país estaría hablando de la acción navideña de Cerrón. Y, aunque muchos podrían desconfiar de la entrega de Cerrón, pocos conocen que en la víspera, y tras una larga y tensa reunión entre el prófugo y Alberto Otárola, llegaron a un acuerdo: Cerrón se entregaría y sería tratado con guantes de seda —de seda importada— y, por su lado, el Gobierno se lavaría un poco la cara y dejaría de ser señalado como el cómplice del fundador de Perú Libre. Cerrón miró la hora: ya faltaba poco.

El coronel Julio Loayza —por temas de seguridad, le asignamos aquí un nombre falso— acababa de frenar de manera súbita ante la muralla de vehículos que, de pronto, apareció. Había salido hacía pocos minutos, “por un asunto de la mayor importancia”, disparado del Ministerio del Interior. “Para decir la verdad”, dijo tiempo después al recordar aquella tarde, “no había ninguna señal que indique que sería un día alejado de lo usual: papeleos interminables, firmas de documentos que a nadie le interesa y un adormecimiento gradual que termina provocando largas y reponedoras siestas. Justo estaba en una de esas dormitadas cuando el celular le vibró en el bolsillo del pantalón. Era un encumbrado oficial —tan encumbrado que esta vez ni nombre falso le pondremos— que llamaba para – “esto jamás lo has escuchado de mí”— contarle al coronel toda la verdad en torno a la futura entrega de Cerrón. La sangre del coronel hervía. “O sea, primero la gente nos cree ineptos por no atraparlo y ahora nos creerá cómplices por recibirlo casi con honores”, rumió. Entonces, de súbito, supo lo que tenía que hacer. El titular del día siguiente sería sorpresa para todos: POLICÍA ATRAPA A CERRÓN.

Cerrón movía los dedos y caminaba de un lado a otro de la sala. Conforme los minutos avanzaban, el líder de Perú Libre lucía más nervioso. Si bien el acuerdo que había hecho con el Gobierno era ventajoso, siempre existía la posibilidad de que algo se saliera de control. En sus momentos de mayor tranquilidad, repasaba las declaraciones que daría vía telefónica. Estas eran una versión más sentida y personal de lo que rezaba el comunicado: un puñado de palabras vacías del tipo “pueblo peruano”, “gobernabilidad” y “paz social”.

Una masa de autos parecía envolver y frenar al patrullero conducido por el coronel Loayza. Había elegido la unidad policial más moderna que encontró, incluso la sirena y la circulina parecían particularmente potentes, pero, aun así, perdían sin remedio ante el tráfico de la tarde, esa especie de fango metálico que retenía y se tragaba cualquier esperanza de rapidez. Al fin se abrió un trecho y por ahí se lanzó el patrullero. Conforme iba dejando atrás a los demás vehículos, el coronel Loayza se iba preguntando si llegaría a tiempo y, sobre todo, si todo eso valía la pena. Sabía que el alto mando le había bajado el dedo y que su futuro en la institución era inviable. Pero enfrentarse al mando policial podría dejarlo sin beneficios sociales. Sonrió con cierto desdén y un pensamiento se fijó en su mente: “¡Que se jodan!”

Cerrón miró la hora en su celular: Eran las 3:15. Dio un suspiro. “A las 4 p.m.”, dijo Cerrón para sí mismo, “a esa hora llamo y terminamos con todo esto de una vez”. Dio un par de pasos hasta mirar por la ventana de la sala. Observó el pequeño jardín que separaba la casa de la calle. En ese momento, le sobrevino una especie de crisis nerviosa, tanto así que se sintió avergonzado. ¿Qué pensarían de él si lo vieran así? Tomó entonces la decisión de no esperar más y entregarse ya mismo, antes que se arrepienta.

El coronel Loayza ya se encontraba cerca del escondite de Cerrón. Ya había apagado la sirena y la circulina, aunque claramente podía sentir como retumbaban los latidos de su corazón. Se imaginó que, sin duda, el líder de Perú Libre estaría resguardado por su propia seguridad. El coronel Loayza se palpó el arma de reglamento que llevaba en el cinto y sintió que estaba preparado para lo que sea. Entonces, el auto empezó a moverse de manera irregular. “Ya estoy llegando”, murmuró Loayza.

El líder de Perú Libre regresó hasta la sala. Se volvió a sentar en el sillón más mullido de todos. Esperó a estar del todo hundido en él para sacar su celular, tal como si estuviera siguiendo, paso a paso, un ritual.

Luego de doblar dos veces a la derecha, el coronel Loayza se encontraba a menos de 300 metros del escondite de Cerrón. Avanzó todavía unos metros más, detuvo el auto y lo apagó. Descendió de él y caminó hasta colocarse frente a la puerta de la casa.

Cerrón se tomó todavía unos segundos más antes de hacer la llamada y activar el protocolo de su entrega. Tras ese breve lapso, el líder de Perú Posible empezó a marcar el número. El coronel Loayza desenfundó su arma. Se persignó y se lanzó, decidido, a tirar la puerta abajo. Cuando el coronel Loayza penetró en la casa solo encontró unos muebles abandonados y llenos de polvo. Nadie había habitado ese lugar en meses.

Cerrón entonces abrió los ojos como si fueran dos discos. Mientras había estado marcando el número de la entrega, le apareció una llamada que —sabía— no podía dejar de contestar.

COLOFÓN

El coronel Loayza estaba furioso. En realidad, si bien el oficial encumbrado le había entregado mala información, no había sido a propósito, sino que a aquel lo habían engañado. Igual el resultado fue el mismo: una misión fallida. De otro lado, enterado de que alguien de la Policía había intentado capturarlo, Cerrón quedó desconcertado. Si ahora que estaba libre no podía confiar en el Gobierno, ¿qué pasaría cuando esté tras las rejas? Así las cosas, entregarse había dejado de ser una opción. ¿O no?

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