Hoy, más de 30 años después, muchos peruanos justifican aquella histórica pero traumática medida.
Hoy, más de 30 años después, muchos peruanos justifican aquella histórica pero traumática medida.

En su oficina de Palacio de Gobierno, Alberto Fujimori se inclinó hacia atrás, todo lo que el respaldar de la silla le permitía. Frente a él, solo separado por el único escritorio que ocupaba la oficina, estaba Vladimiro Montesinos, el oscuro y siniestro asesor presidencial.

-La cosa está jodida, señor presidente -dijo Montesinos, con esa particular y cantarina forma de hablar-. No solo están investigando lo de Barrios Altos sino algo peor todavía.

-¿Qué puede ser peor que eso?

-Los malditos congresistas de la oposición están investigando a su hermana, la están acusando de haber vendido la ropa que China donó para los niños pobres.

-¡Qué miserables! -dijo Fujimori, golpeando la mesa con la mano-. No sé cómo pueden mentir con tanta frescura.

-¿Entonces es falso lo que dicen?

-Claro, la ropa fue donada por Japón.

-Entiendo.

-Además, la culpa no fue de mi hermana. Ella salió de su casa con toda la intención de regalar la ropa, pero tuvo mala suerte.

-¿Cómo así?

-Fíjate que no encontró ni un solo niño pobre en su barrio. ¿Qué iba a hacer entonces? ¿Quemar la ropa? No le quedó otro remedio más que venderla.

-Yo entiendo, pero estos malditos del Congreso no.

-No voy a permitir que se metan con mi hermana.

-Imagínese. Aquí ya no hay respeto. Usted es el presidente, carajo. ¿Acaso ha visto alguna vez que al presidente de Estados Unidos lo maltraten así?

-Nunca. Aunque tampoco he visto que la hermana del presidente de los Estados Unidos trafique con donaciones de ropa.

-Eso no importa. Le repito. Usted es el presidente. Usted es el que manda en este país.

-Es verdad. Algo tenemos que hacer.

-Exacto, señor presidente -dijo Montesinos, inclinándose hacia adelante y reacomodándose los lentes-. Mire, ¿recuerda el plan que tenemos para deshacernos de una vez por todas del Congreso y de copar todas las instituciones? Ese plan que se lo copiamos a los militares. Si usted me da la indicación, yo lo puedo poner en marcha.

-¿No es muy pronto?

-Todo lo contrario. Nos hemos demorado mucho más bien.

-Pero qué dirá la gente. ¿No es demasiada coincidencia que justo cuando investigan a mi hermana decido cerrar el Congreso?

-Usted no se preocupe por eso. Nadie va a defender a los congresistas. Igual apelamos a que no nos dejan gobernar, que por ellos el terrorismo campea y la crisis económica no se detiene, y cualquier otra cosa que se nos ocurra.

-¿Y qué hay del apoyo de las Fuerzas Armadas? ¿Está garantizado?

-Sin duda alguna. Nuestra gente está en todos los puestos claves. Quédese tranquilo. Lo único que tiene que hacer usted es ponerse su ternito, mirar a la cámara, decir “disolver” y listo. Lo demás corre por mi cuenta.

-Mmm, ¿y para cuándo sería esto?

Cuando la luz roja de la cámara se encendió y empezó a grabar, Alberto Fujimori, excatedrático, exconductor de televisión y en ese momento todavía presidente constitucional, comprendió que el momento había llegado. Lo que estaba a punto de hacer podría darle un lugar privilegiado en la historia, o en la cárcel. Respiró hondo y, acompañado de un pabelloncito de escritorio y teniendo como fondo el mapa del Perú de la Editorial Navarrete, empezó a leer, con firmeza y con valentía, el teleprónter.

Horas después, Fujimori convocó con carácter de urgencia a sus ministros de Estado, todos todavía ignorantes de lo que iba a ocurrir. Uno a uno, algunos de dos en dos, fueron llegando a la sede de la Comandancia del Ejército, conocida como el Pentagonito. Una vez reunidos en su totalidad, Fujimori les dijo que estaba harto del Congreso y del Poder Judicial. Enfatizó que por ambas instituciones no podía gobernar. Asimismo, dijo, a modo de escandaloso ejemplo, que en la Corte Suprema se podían comprar magistrados por veinte o cincuenta mil dólares (a la distancia temporal, se comprende la molestia de Fujimori: en el año 2000 compró congresistas por módicos 15 mil dólares).

Tras su perorata, plagada de frases justificantes, les mostró el video. Los ministros miraron absortos el mensaje a la nación que sería difundido esa misma noche. Hubo toda clase de opiniones. La mayoría mostró su aprobación por lo visto, aun cuando tenían ciertos reparos respecto a la escenografía. Se armó un debate intenso sobre la necesidad de volver a grabar el video, pero esta vez con un pabellón que tenga un tamaño acorde a la importancia del momento. Otros mostraron su preocupación respecto a la disonancia entre la delgada voz de Fujimori y el tono autoritario que el mensaje quería imponer. Se habló de doblajes, incluso se barajó nombres como el de Humberto Martínez Morosini. Sin embargo, Fujimori descartó de plano la idea porque la encontraba absurda y, también, porque Martínez Morosini cobraba demasiado.

Minutos después de terminada la reunión, Montesinos se acercó a la oficina que se había acondicionado para Fujimori en el Pentagonito. Lo encontró algo ansioso, como si fuera un niño en la antesala del dentista. Sin perder tiempo en el saludo, puso un documento sobre el escritorio.

-Necesito que firme esto, señor presidente.

-¿Qué es eso?

-Necesito que firme esta autorización.

-¿Para qué es?

-Para que nuestro plan funcione, es vital que las fuerzas del orden ya estén desplazadas y listas para actuar apenas se emita el mensaje.

-Puedes ser más específico. Tampoco pienso autorizar cualquier cosa.

-Se lo resumo así -dijo Montesinos-. La autorización es para que las fuerzas armadas y policiales puedan detener a congresistas y a los principales opositores, intervenir sindicatos, universidades y locales partidarios, para intimidar a televisoras, radios y revistas, y para resguardar a los ministros fieles.

-Pero esto no puede ser. ¡Cómo voy a firmar eso!

-¿No le parece correcto?

-Claro que no. Para qué vamos a resguardar a los ministros fieles. No estamos para desperdiciar personal.

Horas después, a las 10 y 30 de la noche de ese domingo 5 de abril de 1992, el mensaje se transmitió, sin previo aviso, sin contemplaciones y sin anestesia, a nivel nacional. Cuando la emisión terminó, 14 minutos después, el Perú ya era otro: el Congreso había sido disuelto, el Poder Judicial y el Ministerio Público quedaban intervenidos y Fujimori, con todo el poder a su disposición, se había convertido, por mérito propio y, según definición de la Real Academia Española (última edición), en un dictador.

COLOFÓN

Hoy, más de 30 años después, muchos peruanos justifican aquella histórica pero traumática medida. Y, si bien todo evento permite varias lecturas y diversas valoraciones, no puedo dejar de remarcar que el autogolpe les otorgó a Fujimori y a Montesinos el control absoluto del aparato estatal y, por tanto, posibilitó la corrupción y el envilecimiento de los años 90. No vayamos a terminar creyendo, como decía Martínez Morosini en sus narraciones de fútbol, que “aquí no pasa -ni pasó- nada”.

Este texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!