Cerrón miraba admirado a los miles de hinchas aliancistas que abarrotaban el recinto.
Cerrón miraba admirado a los miles de hinchas aliancistas que abarrotaban el recinto.

Vladimir Cerrón se reacomodó por enésima vez el bigote y se miró en el espejo. Tras contemplarse durante unos segundos, movió la cabeza en señal de afirmación. No estaba del todo satisfecho, pero, sin duda, le incomodaba menos que la barba tupida que se había probado más temprano. Tras colocarse también una peluca de pelo lacio, quedó listo para partir.

El asistente no estaba de acuerdo con la salida. Varias veces le había pedido que desista de ir al estadio, que entendía que el fútbol era su pasión, pero que debía pensar en su seguridad. “Tranquilo”, le respondía Cerrón, “igual nadie me está buscando. En caso de emergencia llamó al contacto de Palacio”.

Sentado entre su asistente y su seguridad, y con el viento golpeándole la cara, Cerrón miraba admirado a los miles de hinchas aliancistas que abarrotaban el recinto. Aquí, allá y acullá, el sonido de los cánticos, multiplicado por cada garganta, retumbaba en las tribunas con la misma fuerza de un movimiento sísmico. Arriba, la noche sin luna parecía potenciar las ya cegadoras luces lanzadas por las cuatro torres, las enormes vigilantes de hierro apostadas en cada una de las esquinas del estadio. Abajo, el verde iluminado lucía impaciente, ansioso de recibir a los protagonistas. Cerrón sonrió y miró a su asistente: “Este ambiente no lo vives por la tele”.

En el cuarto piso del Ministerio del Interior, el titular, el general en retiro Vicente Romero, miraba sin ver el inicio del partido. Con la mirada triste, solo pensaba en las dos mociones de censura que, como dos espadas de Damocles,pendían sobre él (aunque, valgan verdades, Damocles tenía solo una espada).

—En cualquier momento me sacan del cargo.

— Tiene que haber alguna solución — dijo su edecán —. ¿Y si hace algo que le devuelva prestigio, que le dé credibilidad?

— ¿Qué quieres que haga? ¿Que capture a Cerrón?

De golpe, la mirada de Romero recuperó brillo. Elevó la cabeza y una leve sonrisa apareció en su rostro.

—¿Y por qué no? —siguió preguntándose— ¿Por qué no puedo capturar a Cerrón?

El edecán lo miró extrañado.

—Pero, señor ministro…este…usted sabe… ¿qué dirán en Palacio?

—No me interesa Palacio. Quiero ver si se atreven a sacarme luego de que capture a Cerrón. Porque yo mismo lo tengo que hacer. En este momento no confío en nadie. Bueno, claro, en ti.

—Pero ¿dónde vamos a encontrar a Cerrón?

Tras varios minutos de silencio, de pronto, el ministro bramó.

—¡La película!

—¿Qué película? -preguntó el edecán.

—Esa película argentina. “El secreto de sus ojos”. Ahí también estaban

buscando un prófugo.

—Claro. La he visto un par de veces.

—Recuerdas la frase en el bar. Era algo así como: “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios... pero hay una cosa que no puede cambiar…”

—”…de pasión” —completó el edecán.

—Exacto. Cerrón no puede cambiar de pasión.

—¿Y cuál es su pasión?

Salieron del ministerio rumbo al estadio cuando el primer tiempo —con gol crema incluido— estaba a punto de terminar. Iban, en un auto policial cualquiera, el edecán, como chofer y el ministro del Interior, como copiloto.

Apoyados en la sirena y en la circulina, se fueron abriendo paso a través del tráfico.

—¡Vamos, acelera! Tenemos que llegar antes de que el partido termine —dijo Romero—. Te aseguro que está en la zona más cara.

Llegaron al estadio de Matute a falta de diez minutos para que termine el tiempo oficial. Bajaron del auto y entraron a la zona de occidente central. Del ambiente festivo que se vivía en el estadio no quedaba nada. Todo lo contrario, las pocas voces que se escuchaban eran de lamento, de recriminación, de impotencia. Romero y el edecán se habían separado. Estratégicamente habían acordado hacer la búsqueda cada uno en un lado hasta encontrarse en el centro. Con suerte, con mucha suerte, uno de ellos se toparía en el camino con Cerrón. De súbito, un silencio cayó sobre el estadio como si fuera una tonelada de concreto: el segundo y definitivo gol crema. Como consecuencia del mazazo final, muchas personas empezaron a abandonar el estadio. En tanto, Romero seguía avanzando lentamente mientras miraba los rostros de los presentes y trataba de adivinar en ellos el de Cerrón. Al otro extremo, el edecán hacía lo mismo, aunque cargado de menos esperanza. Entonces, la mirada de Romero se cruzó con la de un hombre de pelo lacio y bigote, que estaba levantándose de su asiento. Sin saber explicar por qué, Romero tuvo el convencimiento de que se trataba del prófugo Cerrón. De forma similar, también de manera instintiva, Cerrón pensó que ese hombre, al cual todavía no identificaba como el ministro del Interior, quería capturarlo.

Romero empezó a caminar hacia él, lento, como un cazador tratando que no se le escape la presa. En tanto, Cerrón, todavía sin entrar en pánico y cobijado por su asistente y su seguridad, daba pasos medidos hacia la salida.

—Doctor, la llamada —le dijo el asistente.

Cerrón recordó entonces el contacto de Palacio. Cuando sacó el celular para ubicar el número, el edecán apareció y empezó a forcejear con los acompañantes de Cerrón. Entonces, el líder de Perú Libre empezó a correr y,detrás de él, Romero lo seguía. En un momento, Cerrón quedó acorralado, esquinado, atrapado entre dos varas de seguridad. Romero, a pocos metros de él, lo miró fijo. Cerrón sacó el celular y lo mostró, como amenazando.

—Llama a quién quieras. Cerrón ubicó el nombre clave entre sus contactos y lanzó la llamada. Palideció de golpe cuando advirtió que el sonido del celular provenía del bolsillo de Romero, su contacto en Palacio. El ministro del Interior extrajo el aparato y contestó.

—Ya perdiste —dijo y colgó.

El prófugo de la justicia, agachó la cabeza, como si de repente le pesara una enormidad. Romero se acercó a él, ya con un par de esposas listas. Cerrón, casi involuntariamente, estiró sus brazos, dispuesto a ser enmarrocado cuando, sin aviso alguno, las luces de las torres se apagaron. En un abrir y cerrar de ojos, Cerrón ya no estaba. Había brincado a otro sector y ya estaba perdido entre varios grupos de hinchas que, entre avergonzados y encolerizados, caminaban rumbo a la salida. En ese momento, el edecán, golpeado, apareció junto a Romero. El ministro del Interior se pasó la mano por la cara. Se sentó en la banca más próxima y respiró profundo, muy profundo, como si estuviera almacenando aire.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el edecán.

—Vamos al ministerio —dijo—. Presiento que me van a llamar de Palacio.