(Foto: Nicholas Kamm/AFP)
(Foto: Nicholas Kamm/AFP)

Estados Unidos vuelve a ser escenario de una terrible masacre. Una de las peores. En un pueblito habitado en su mayoría por población hispana, uno de sus moradores, tan pronto alcanzó la mayoría de edad, compró dos rifles que solo sirven para matar. Y mató a 19 niños. En la escuela. En el lugar, luego de su casa, incluso a veces más que en ella, donde los niños deberían estar, por definición, sanos y salvos.

Pero no ocurrió y se produjo la espeluznante masacre.

Cada vez que sucede algo así, se escucha toda suerte de lamentos. Biden no iba a ser ajeno. En un discurso decididamente preparado y meditado, invocó a Dios para lamentarse de que puedan ocurrir este tipo de cosas en su país. Para hacer la reflexión consigo mismo y sus paisanos acerca de si, acaso, los estadounidenses son de peor calaña que el resto de la humanidad. Porque este tipo de hechos puede suceder en cualquier lugar del mundo donde habite un individuo con acceso a armas de fuego. Pero es en EE.UU. donde es tan fácil comprar armas como comprar unas Nike, a poco de que seas mayor de edad. Biden se preguntaba “¿cuándo, en nombre de Dios, haremos lo que hay que hacer?”.

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Y se lo pregunta el hombre más poderoso de los Estados Unidos. Seamos claros. Biden lo que hace es jugar con la palabra y los sentimientos. Mas no da el golpe de mano que necesita su país. Se trata de prohibir las armas. Al menos, siguiendo la retórica de Biden, de limitar su uso. Le toca a él hacerlo. Eso es gobernar. Agarrar al toro por los cuernos. Alguien, y el obligado es el presidente de los EE.UU., debe dejar tranquilo a Dios, y poner freno a la avaricia de la industria armamentística. Esta tiene su guerra. Que deje en paz a los niños en las escuelas.

Lea mañana a: Ariel Segal

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