Puno. (Foto/Difusión)
Puno. (Foto/Difusión)

Desde que recuerdo, he tenido la sensación de que la Navidad es una celebración agridulce. La alegría por los regalos (recibirlos y, sobre todo, darlos), la familia y tal vez amigos en la cena del 24 o el almuerzo del 25, las conversaciones cruzadas, las diferencias de opinión manejadas siempre con respeto, los chistes y las risas se ven siempre opacados por los niños que salen a pedir en las esquinas los juguetes que otros ya no quieren; por saber que mientras algunos cenamos pavo, otros recibieron bofe como única fuente de proteína ese día (es usual en las ollas comunes); porque hay una familia en la que los padres no consiguen trabajo, a pesar de buscarlo ansiosamente, porque muchas empresas cerraron y se perdió inversión y el Perú crece muy poco como para generar los empleos necesarios.

En todas las navidades hay familias de luto, siempre más de las que debieran: accidentes de tránsito, enfrentamientos violentos en las calles (desde asaltos hasta manifestaciones), falta de atención médica oportuna. Hace pocas semanas, un jovencito de 16 años, con leucemia, murió porque no logró conseguir atención (una cama) en un hospital de Lima (en Trujillo ni siquiera podían hacerle los exámenes que requería –y estamos hablando de una ciudad importante–).

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No es extraño que la población rechace a la clase política. Después de un voto esperanzado, la ilusión del cambio dura apenas unas semanas. Sin importar por quién se haya votado para la Presidencia o el Congreso, la simpatía o resignación iniciales se convierten en rabia cuando no hay respuesta a las necesidades de la población; cuando se hace público que el presidente o los ministros roban en la adjudicación de obras públicas; cuando los alimentos o medicinas no llegan porque algo ‘se quedó’ en el camino o las compras no se hicieron a tiempo por hacerlas a último momento, pagando sobreprecios; cuando el gobernador o el alcalde terminan teniendo la mejor casa del lugar y un nivel de vida que no se puede explicar.

En un país en el cual, además, ha aumentado la pobreza, los programas sociales son necesarios, pero ojalá que sean siempre paliativos transitorios. Lo que piden los peruanos es trabajo, un trabajo que les permita a ellos comprar el alimento para sus familias y no tener que recibirlos en donación (además, incompleta). Que les permita una vivienda digna, sin piso de tierra, con saneamiento, con acceso a agua y luz, y que les permita soñar que sus hijos tendrán mayores oportunidades y estarán mejor que ellos y que el círculo de pobreza-desnutrición-baja productividad-bajos ingresos-pobreza se rompa de una vez por todas. Tal vez sea mucho pedir, pero es Navidad.

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