El conflicto entre Israel y Hamás ha desatado, más allá de una guerra donde mueren miles de civiles inocentes, un altísimo nivel de antisemitismo. En Turquía y otros países europeos que rechazan las acciones del Estado de Israel, han aparecido estrellas de David (símbolo identitario más conocido del judaísmo) marcando locales y casas donde habitan miembros de la comunidad judía de esas ciudades.

Y es que ser antisemita es ser al mismo tiempo un representante de la estupidez más supina. Ser antisemita implica el no entender que, por un lado, se encuentra el Estado de Israel y, por otro, una religión y forma de vida. Israel como Estado tiene facciones políticas de ultraderecha, ultraizquierda y diversas representaciones políticas como cualquier otro país. Tienen los problemas, las ambiciones, el populismo y guerras políticas internas permanentes.

Por su parte, el judaísmo, además de ser una religión, es una forma de vida que se fundamenta en la Torá (Antiguo Testamento para los cristianos) y que contiene las leyes y las narrativas fundacionales del pueblo judío, y brinda, además, una constante enseñanza a las nuevas generaciones de lo que es la identidad hebrea.

Mezclar las acciones del Estado de Israel con el judaísmo es obviar que existen partidos políticos en Israel como el Partido Comunista, el Hadash y Balad, que vienen reclamando desde hace años una convivencia pacífica entre Israel y Palestina. Incluso aquellos 200 jóvenes acribillados por Hamás estaban en una fiesta por la paz entre ambos pueblos. Lo que el Estado y país de Israel decida no es responsabilidad de un pueblo dispersado por el mundo y que ya una vez quisieron desaparecer. Hay que ser estúpido para ser antisemita.