[OPINIÓN] Jaime Bedoya: La mano dura será el outsider. (Midjourney/Perú21)
[OPINIÓN] Jaime Bedoya: La mano dura será el outsider. (Midjourney/Perú21)

La inapropiada pero académica comparación entre el cholo calato y el desnudo griego vuelve a ser oportuna.

Decían los griegos que los dioses no toleraban la insolencia humana de desafiar los límites del destino. Esta necedad mamífera los hacía enfurecer, procediendo a destruir a los humanos de la manera más trágica posible.

A la arrogancia humana que despierta la ira divina se le llama el Síndrome de Hubris. Podría resumirse como la pérdida de perspectiva respecto a la propia importancia. No somos nada; por eso decimos cuando todo acaba.

Este envanecimiento era para los griegos el primer aviso de una caída inevitable. Lo fraseaban así:

Los dioses ciegan a quienes quieren perder.

Todos conocemos a algún presidenciable. El presidenciable contemporáneo, con apenas un dedo de frente, ya podría saber que el primer asomo de la verdad debería ser esa duda que los desvela: en el contexto caníbal en que vivimos, no se va a ganar a nadie a pañuelazos.

Antauro ofrece fusilamientos. Javier Milei, en Argentina, coreográficamente despeinado e indignado, se dirige públicamente a sus adversarios de izquierda como “los hijos de las mil putas”.

Nayib Bukele, el arquetipo en curso del autoritarismo populista, fluye sobre una aprobación superior al 90% mientras se tutea con gente como el CEO de Google, que ya anunció que en El Salvador la transnacional implementará la transformación digital del Estado. Los ingenieros informáticos del futuro serán salvadoreños.

El presidenciable contemporáneo, con apenas un dedo de frente, ya puede intuir por dónde vendrá el voto en 2026.

Un número considerable de votantes, los que decidan la elección, se irá hacia los extremos. O, mejor dicho, hacia el extremista de cualquiera de los dos polos políticos. Ahí hace rato ya está parado, con irregular equilibrio, Antauro Humala desde que le sugirió a su hermano Ollanta que se suicide. Del otro lado solo se escuchan suspiros de limeños.

O, peor aún, un murmullo de club social respecto a que X ya finalmente convenció a su familia y lo decidió, o Y está consiguiendo inversionistas, pensando endogámicamente que esa decisión, cuando tenga que tomarse, se tomará racionalmente y entre pares. Será un acto masivo y emocional. Ninguno de los nombres presidenciables que dan vueltas en círculo tocan la fibra emotiva que el electorado tiene a flor de piel. Alguien que les hable verazmente de la falta de seguridad, de agua, de trabajo. Pero que hable con nervio, no con el meñique elevado.

Ya resulta tragicómico hablar de Keiko Fujimori, pero, como al parecer ella aún cree que su destino es reversible, se hace inevitable. Si postula, hará presidente al imprevisible que pase con ella a la segunda vuelta. Con una sola mano puede hacer presidente al defenestrado alcalde de Trujillo que se hizo famoso con genitalia gigante pública como atractivo turístico.

El Síndrome de Hubris es el COVID de los presidenciables peruanos. Según un político y médico británico, los que padecen este síndrome pasan por las mismas fases.

Primero está la duda de sí mismos, que dura poco gracias a los ayayeros. Luego llega la autoconfianza, cuando aparentes y tempranos éxitos los hacen creer por encima de sus capacidades. Hay esa anécdota casi tierna de Alejandro Toledo cuando al inicio de gobierno dijo que “creía que gobernar iba a ser más dificil”. Toledo era el más griego de nuestros trágicos.

Esa autoconfianza es alimentada por la fase de los halagos. Donde los chupamedias y amigazos del afectado le susurran al oído que sí, él es inmortal, y podrían hacer negocios igual de eternos.

Al halago le sigue la arrogancia, la certeza de sentirse insustituibles y de no poder imaginarse el país sin ellos. La antepenúltima etapa es la de la soberbia: creer que el poder es para siempre. La penúltima es la paranoia. Todos los que los critican son sus enemigos, empezando por la prensa.

Finalmente, llega la caída en desgracia. En nuestro país esto se traduce en perder las elecciones por un puñado de votos y un rosario de errores no forzados.

O, en su modalidad más grave, convertirse en residente del distrito de Ate, localidad donde los expresidentes peruanos envejecen reflexionando sobre profecías autocumplidas.