Protesta en Ayacucho por los fallecidos. (Foto por Javier ALDEMAR / AFP)
Protesta en Ayacucho por los fallecidos. (Foto por Javier ALDEMAR / AFP)

Dejé de creer en Dios de joven, y ni los momentos más duros de mi vida, de gran dolor e incertidumbre, me volvieron a acercar a la fe en un Dios creador, omnipotente ni que ponga al ser humano como centro de su creación. El universo es tan inverosímilmente inmenso que esa afirmación me genera dudas que ni una aparición de Dios creador resolvería. Nací terco –y si existe, así me creó– y me abocaría a terquearle todas mis atingencias. Si estoy equivocado, mis familiares y amigos creyentes me sacarán cachita por la eternidad, paciencia.

Agnóstico por rigor metodológico, ateo por intuición, el duelo brutalmente duro que enfrenté a mis 39 años, después de haber sido muy feliz, me obligó a pensar en cómo diablos podía al menos intentar volver a serlo. Me habían teletransportado del cielo al infierno en media hora, y ahora solo quedaba subir las escaleras dantescas, obligándose a pensar que habría salida. ¿Cómo transmitirles a mis hijos pequeños que la vida era tan bella y alegre como su madre me enseñó a verla y vivirla, sin ella para liderar el camino? Enfrenté esa etapa usando el bastón en el que confío, mi manía por el pensamiento lógico y el conocimiento disponible. Después de más de un año rumiando obsesivamente mis dudas, una noche llegué a la conclusión de que lo único que uno puede hacer para ser lo más feliz que la vida lo deje es tener paz interior, relaciones significativas y algo que te motive a empezar cada día con ganas suficientes. En ese momento, me era imposible darle el peso debido a disfrutar el trayecto, pues la lista de retos era larga y la angustia poco compatible. Recuerdo haber mandado un e-mail a varios familiares y amigos que fueron mis compañeros de duelo sobre esta “fórmula” felicidad = paz + relaciones + ganas, aplicable a sacarles el jugo a los momentos buenos y tolerar con resiliencia los duros. Recuerdo también que me sorprendió la analogía que se podía generar con el amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, que aprendí en el colegio. Tener paz, relaciones buenas y algo que te motive son versiones no creyentes de una misma sustancia fundamental. Sé que suena bien ‘autoayúdico’, pero ni modo, me tenía que ayudar.

MIRA: [Opinión] Gabriel Ortiz de Zevallos: “Castillo y el daño que ya nos hizo como país”

Viví varias Nochebuenas agotadoras cuando mis hijos eran chicos. En cada una de ellas disfruté mucho sus ocurrencias y cómo crecían, pero también sentí el dolor de lo que habíamos perdido y los miedos de cómo sería el futuro. Temía que, alguna vez, la rabia legítima de que les hubieran arrancado a su madre los torciera en su desarrollo, no dejando que su luz y potencial se desarrollara a plenitud. Tengo la suerte y orgullo hoy de verlos logrados, exitosos en lo que hacen, creando su propio espacio, como su madre hubiera deseado.

Comparto todo esto en momentos en que en el Perú se ha vivido la muerte todavía por esclarecerse de varios compatriotas, dejando a familias en duelo con muchísimo menos recursos que los que yo tuve para poder sacar adelante a mis hijos. Las investigaciones deben ser serias e independientes de las narrativas contrapuestas que hoy se enarbolan: cada caso se debe esclarecer para llegar a la verdad. Eso tiene que ver más con el respeto a la institucionalidad y al Estado de derecho. El bienestar de estas familias está roto, sin marcha atrás posible. Es para evitar casos futuros y no para enfrentar esos casos presentes que se necesita la verdad. Como se necesita reconocer que aquí hay un solo golpista, que es Pedro Castillo.

Para ayudar a esas familias, sea quien sea el homicida, se necesita ayuda terapéutica, oportunidades de educación, un futuro que permita atravesar y superar su presente. Y, para pensar en un futuro común, todos tenemos que querernos más.

VIDEO RECOMENDADO

Walter Gutiérrez