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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Entrevisté a Ollanta Humala en el 2005, cuando por primera vez candidateaba a la presidencia. Tenía un discurso que funcionaba como un deflector y una camisa de fuerza a la vez. Sin importar la pregunta, Humala repetía fórmulas que parecían sacadas del ideario de una camiseta de Cherman: era incapaz de explicar qué significaba eso de nacionalizar las actividades estratégicas sin estatizarlas (¿o era estatizarlas sin nacionalizarlas?), y tampoco podía definir cuáles eran ni por qué era necesario hacerlo.

Humala mantenía su perfil de candidato monotemático y sin recursos, aburrido de su propio paporreteo, sin gracia ni humor. Detrás de él había una mujer en silencio que, de vez en cuando, tocaba sutilmente la espalda y brazo de Humala. Él parecía responder como un caballo de paso. Entonces, no le di importancia: muchas personas necesitan ser guiadas en una entrevista.

Hoy Humala es consciente de que no sabe navegar solo: en lo de Locumba, su hermano hablaba y su mujer instigaba. En los mítines de campaña repetía, primero, las ideas de sus padres y luego las de su esposa y sus asesores económicos más cercanos. Más tarde, repetía las de Castilla. No es un monigote ni un pusilánime, es un hombre sin brújula que necesita que le digan hacia dónde hay que remar.

Y Humala está solo. Sus padres y, al menos, uno de sus hermanos lo llaman mandilón y traidor. A la luz de las encuestas y evidencias, hacerse el bueno con la gran empresa no le ganó su favor ni su buena voluntad, y en ese altar sacrificó a sus bases. Su bancada en el Congreso naufraga llena de oportunistas ineptos, inoperantes y corruptos. Su gabinete espera sus órdenes y su mujer está de viaje. ¿Y ahora?

Ese fue el último mensaje a la Nación: Humala está paralizado.