El del transporte masivo es, qué duda cabe, uno de los dramas más longevos del Perú, pero como si el caos urbano y el impenetrable tráfico vehicular no hicieran suficiente daño, con la liberalización del transporte público que el fujimorismo nos legó como gran solución, se sumó el explosivo componente de la informalidad, que no ha hecho sino completar un desastre que, en nuestro país, según cifras de la Organización Mundial de la Salud, cada año cobra no menos de 15,000 víctimas.

Y de las muertes que tienen lugar en las vías públicas limeñas, casi todas tienen que ver con el transporte urbano informal, sea en la modalidad taxi-colectivo o en los precarios mototaxis que pululan en los alrededores de los mercados populares, centros comerciales y toda zona que presente elevado tránsito.

No hay día que pase sin que los medios traigan noticias de accidentes en vehículos atestados que circulan sin control, escondiendo tras lunas polarizadas a pequeñas y compactas masas de pasajeros apiñados entre sí, que conducen de un lugar a otro infringiendo límites de velocidad y llevando incluso placas “hechizas” para que las originales –si no han sido decomisadas– no sean detectadas por las cámaras de la Policía. La palabra “informal” suena casi benigna respecto a una práctica delictiva de numerosas empresas que cuentan con flotas de hasta 30 minivanes, que se dan el lujo de operar con cartillas y sistemas de descuento por uso frecuente, ya que la competencia en el rubro pirata es también altísima. Esto, sin mencionar la habitual matonería de conductores y cobradores que tratan al público de la peor manera, llegando incluso al homicidio, como lo ocurrido con aquel pasajero arrojado a la pista con el vehículo en movimiento.

En teoría, la Autoridad para el Transporte Urbano de Lima y Callao (ATU) fue creada, entre otras cosas, para oxigenar el trabajo de las municipalidades respecto a este gravísimo asunto, pero, por ejemplo, no puede fiscalizar a los taxis-colectivos pues, según explican sus funcionarios, no existe un marco legal que se los permita. Entonces, si las municipalidades no se dan abasto y el órgano especializado del Ministerio de Transportes y Comunicaciones carece de las competencias necesarias, ¿quién afrontará el problema?

Mirar a otro lado o lavarse las manos, como parecieran estar haciendo las autoridades, no hace sino convertirlas en mudos cómplices de un drama que afecta y pone en riesgo la vida de miles a diario.