Hace apenas tres semanas, en un enlace en vivo desde Nueva York, reportábamos los 10 primeros muertos por el virus. Hoy sobrepasan los 7,000. Crónica de la peste. Episodio Tres.

Todo era perfecta paz aquella soleada mañana del día número diez en que los 149 alegres enclaustrados del Hotel Aloft de Miraflores desayunábamos nuestro cafecito recién hecho (en la máquina del cuarto), con su respectivo pan con camote y su chicharrón. Todo era placidez y armonía hasta que, de repente, alguien en el inquieto grupo de Whatsapp de los cautivos entró a su Twitter y compartió -casi diríamos, viralizó- el chisme infame que generaría toda una ola de angustia innecesaria: “¡Ya van sacando a varios infectados de #COVID19 del hotel donde está Beto Ortiz y los estudiantes que llegaron de USA! ¡Si es un foco infeccioso deberían decirlo!” Era la alharaca innecesaria de otra de esas tías avinagradas que se pasan la vida fisgoneando en las vidas de los demás por la ventana. La expituca inquilina de un edificio de 28 de Julio -famoso por alquilar depas por noche para secretas cuchipandas- que alertaba a sus pares desde la altísima atalaya de su ignorancia. ¿Qué había pasado? Pues que había visto llegar las ambulancias de EsSalud en la madrugada y se sintió en la obligación moral de ponerse a chillar en la red: ¡Socorro, ambulancias! Estamos en una epidemia, darling, ¿qué esperabas?, ¿carros alegóricos? Las llamadas al celular de Vicente, gerente del hotel y capitán del barco, se multiplicaron: ¿qué está pasando?, ¿quiénes han dado positivo?, ¿de qué piso son? Como si hacerse cargo de cubrir todas las necesidades de aquella legión de cuarentenados no fuese chamba suficiente, ahora tenía que evitar que los distinguidos vecinitos nos contagiaran su ridícula histeria colectiva. Que no panda el cúnico. Vamos a ver: nos aislaron precisamente para poder separar a tiempo a los enfermos de los sanos, amiguita, ¿cómo te explico que nos agravia tu actitud?, ¿que tu psicosis no suma? Los seres humanos podemos ser el doble de viles cuando estamos aburridos.

Después de haber formado cola en la puerta de Russ & Daughters, catedral del salmón ahumado, guardando la reglamentaria distancia social, Tony y yo conseguimos llegar hasta el mostrador en pos del primer everything bagel con queso crema, cebolla blanca y salmón que fungiría de bautizo oficial o Welcome to Manhattan. Pedimos también cafés gigantes con extra shot de expreso y nos fuimos desayunando a pie -no tanto porque lo mandara la tradición- sino porque ya no se atendía a las mesas en ningún restaurante. Me acuerdo que esa misma mañana me habían llamado de ATV para pedirme que hiciera las veces de corresponsal y, como acababa de sufrir un nuevo accidente de trabajo (ese día, una expeditiva llamada gerencial me había comunicado que levantaban del aire mi programa, una vez más), acepté el encargo sin titubear, con ese entusiasmo chisporroteante del reportero desempleado. Habíamos hablado tantos años de venir juntos a esta ciudad, (que yo le había pintado siempre como el lugar más achorado de la tierra), que ahora, que por fin le daban la visa y lográbamos venir, tocaba demostrar fehacientemente que todas las maravillas que le había contado eran verdad. Pero la realidad -esa malagracia- colaboraba poco y mal con mi objetivo y -mientras contemplaba esas calles vacías y heladas con todo cerrado- la perplejidad de Tony se iba haciendo cada vez más difícil de disimular. ¿O sea que la tan glamorosa capital del mundo era este páramo deprimente? Aquello parecía el set de filmación de El día después de mañana pero sin actores. La ciudad que nunca duerme había caído en un coma profundo.

Dejamos el equipaje de Tony en el depa de Greg y salimos con las mismas a hacer lo que todos venimos a hacer a Nueva York: caminar como carteros extraviados. Esa primera impresión de bajar a tomar el subway hacia Times Square fue fantasmagórica: los trenes penaban de estación en estación completamente vacíos, sin un alma, tan solo habitados por esa tradicional voz metálica que te advierte: stand off the closing doors, please. Por favor, manténgase alejado de las puertas. Creo que, sentados allí en silencio, en nuestra condición de últimos sobrevivientes del planeta, fuimos conscientes, por primera vez, de que aquello no era broma, de que aquel monstruo microscópico que nos contemplaba agazapado en las barandas, en los pasamanos, en los asientos -y que ahora nos había sumido en semejante soledad- estaba a punto de diezmar esa metrópoli de acero. Times Square, Forty Second Street – dijo el tren fantasma con su inconfundible voz de mujer robot.

-¿Este es el famoso sitio lleno de luces que siempre se ve en las películas?

-Ese mismo. Luces y pantallas de video por todas partes. Es lo primero que vienes a ver cuando eres turista pero cuando vives acá no te quieres ni acercar.

-¿Por qué? ¿Hay demasiada gente?

-Es como ir al Mercado Central en Navidad.

Salimos de la boca del metro en la Séptima. Allá afuera, una total desolación nos esperaba. Lo que hasta hacía pocos días era un panal efervescente, lucía inánime, inmóvil. Solo faltaba que el viento hiciera rodar unas bolas de heno como en las viejas películas del Far West. Solo faltaba que, de la nada, apareciera un ciervo y se pusiera a pastar entre los neones y que, de improviso, un león hambriento se le abalanzara encima como en la primera secuencia de Soy Leyenda con Will Smith. Era domingo, lo recuerdo bien porque ese fue el día en que el Perú cerró todas sus fronteras y suspendió todos los vuelos internacionales, no sin antes dejarnos afuera.

-Ahora sí, Tony, murió la flor.

-Me estás jodiendo.

-Es oficial, estamos varados.

-No te juegues así.

-No estoy jugando. Lo acaban de anunciar.

-¿Qué ha pasado?

-Cerraron el aeropuerto. No vamos a poder volver hasta nuevo aviso.

La infausta noticia nos dejó mudos y emprendimos la amarga retirada -esta vez, a pie- hacia lo que era ahora el último refugio que quedaba: el depa de Greg. En el camino paramos en un deli de árabes y compramos cantidades ilógicas de huevos, agua embotellada, tallarines, café instantáneo y atún como si, en verdad, se fuera a acabar el mundo. Y como el alcohol en gel estaba agotado, nos compramos un pomo grande de desinfectante marca Lysol y otro de Clorox para cada uno. De ahora en adelante no tocaríamos nada que no hubiera sido rociado previamente con nuestros potentes aerosoles. Al llegar al edificio, esperamos hasta que todos los que quisieran subir, lo hubieran hecho porque no estábamos dispuestos a compartir el ascensor con nadie más. Cuando por fin, estuvimos solos, subimos arrastrando nuestras compras, teniendo cuidado de asperjar los botones, las paredes, las puertas y hasta el aire mismo con los citados productos de limpieza como si se tratara de un spray ambientador de flores del campo, ignorando aún que ese coronavirus -que sus etiquetas prometían eliminar- no era el nuevo COVID-19 sino el antiguo. Pero, al entrar al departamento, nos topamos con otra sorpresilla, todavía más fatal que la anterior: el dueño de casa, Greg, nos estaba esperando, sentado en el sofá. Llevaba puesto un tapabocas y unos guantes de jebe amarillo de los que usábamos en la cocina de su restaurante para lavar los platos:

-Lo siento, muchachos pero no voy a poder tenerlos más tiempo aquí.

-No me jodas, Greg. ¡Ya no hay hoteles! ¿Adónde quieres que nos vayamos?

-No lo sé. Solo sé que tienen que irse.

Continuará…

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