Juan Luis Cipriani: "En este país nos estamos acostumbrando a no perdonar". (GeraldoCaso/Perú21)
Juan Luis Cipriani: "En este país nos estamos acostumbrando a no perdonar". (GeraldoCaso/Perú21)

Juan Luis Cipriani llevó con éxito la disputa política al campo ideológico religioso, convirtiéndose por momentos en el principal vocero del conservadurismo local, ansioso de representantes articulados. Su paso a retiro es muestra evidente de que la Iglesia es una fuerza política en el Perú. Basta ver las reacciones que el evento ha generado en ciudadanos, legisladores y opinólogos. Más allá de las opiniones personales que cada uno pueda tener de él, su salida marca el fin de una era.

No es que la Iglesia haya sido nunca una entidad neutral –finalmente, muchos de sus valores entran en franco conflicto con los que promueve una sociedad secular–, pero también es cierto que convirtió a la Iglesia en un operador de intereses partidarios de una manera mucho más evidente y frontal que sus antecesores. Bastaba con escuchar su programa radial o sus homilías para entender por qué algunas bancadas parecen extrañarlo ya.

La política y la religión nunca han estado separadas y difícilmente lo estarán. La historia de la Iglesia está marcada por acomodos y peleas con el poder político y económico. Desde la validación del papa Juan Pablo II al dictador Pinochet hasta la teología de la liberación, la Iglesia siempre se ha entendido a sí misma como un actor activo en la escena política. Aun así, lo que pasó en estos años en nuestro país debería hacernos reflexionar sobre los riesgos que esto implica.

Muchos peruanos miran a la Iglesia como una guía moral infalible e ir en contra de las afiliaciones partidarias que su máximo representante hacía explícitas evidentemente generaba conflictos y distorsiones. Si es que, además, el Estado peruano financia con dinero público parte de las actividades de esta organización, los cuestionamientos se hacen incluso más válidos.