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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

El primer día fue el peor, el más contrariado, no solo porque agonicé en el avión, recordando cuantas vidas he perdido en el aire, atrapado, secuestrado por la ambición del que viaja y viaja, chocarrero, sino porque, al salir del aeropuerto, nadie me esperaba, no había escoltas ni autos blindados, un anónimo más, un señor ventrudo y distraído al que la señora aduanera reconoció como la caricatura esperpéntica de la televisión, sí, ese mismo, míralo, allá va, el peruano afectado, de lengua serpentina, el que se sugiere amorosamente a cualquiera y anda echando besos volados y viste un saco rosado rococó. Esa noche temblé de frío sin poder dormir, ni siquiera consolado por el aire familiar del hotel y su mobiliario antiguo, señorial, y sus empleados tan amables, con esa educación insólita que pervive en esta ciudad.

Mi memoria no registra los detalles puntillosos de la agenda, solo se agita revoltoso el recuerdo de todas las entrevistas inútiles, la seguidilla de citas con periodistas y corresponsales y chismosos y plumíferos y aspirantes a una foto o una firma o algo aún peor, un triste y predecible señor dando entrevistas, respondiendo a una misma pregunta, repitiéndose, fatigando la vanidad, desplegándose, haciendo morisquetas ante la cámara sin alma, hablando de un escritor fracasado que decide salir a matar a sus más conspicuos enemigos para despedirse con gloria del viaje a ninguna parte que ha sido su vida, eso que desde siempre se ha llamado la promoción de la novela, pero que, bien mirada, no es una promoción a la novela sino a uno mismo, al ego desmesurado, colosal, mal encubierto, que uno posee y va llevando de viaje con el pretexto de una novela, de una fabulación y la anterior y la siguiente, todo sirva para que el lector o el espectador o el curioso o fisgón no nos olvide, nos tenga en mente, nos recuerde con estima o animosidad y sepa que aquí seguimos dando la batalla, enredándonos con las palabras, capturándolas del aire, aprehendiéndolas, corrompiéndolas, dejando constancia en lengua española de nuestra penosa y singular existencia.

Luego aparece, vivaz, ocurrente, pícaro, el encuentro en un estudio de televisión con un muñeco o ventrílocuo que es la versión gorda y afeminada de uno mismo, un guiñol de pelo frondoso, anteojos, labios exuberantes y mirada achinada que se ofrece ante cualquiera y que ahora me habla, me pregunta, rebaja convenientemente mi vanidad, me dice coqueterías, tienta mi lengua viperina, me lleva a decir unas cosas desaforadas que ridiculizan, menos mal, todo lo que soy, y lo sacrifican todo en aras del humor, en nombre de una risotada estentórea del público que no ve en mí a un escritor ni a un periodista ni a nadie serio o confiable sino solamente, y no es poco, y lo agradezco de corazón, a un vago, a un diletante, a un escribidor de ficciones rencorosas, a un señor herido de melancolía que quiere ser traspasado eróticamente por un guardaespaldas fornido o un medallista olímpico o un negro sabroso de la costa, ay qué rico: eso es lo que dejé escrito en el cuaderno de un restaurante que evocaba los sabores de la infancia, mejorándolos, haciéndolos insuperables, el tiradito, el lomo saltado, la lúcuma, todo eso convertido en arte, mis respetos al señor que dio origen a toda esa felicidad tan noble y al señor elegante y misterioso que escribió ay qué rico, él sabe quién es y cuánto lo aprecio.

Queda también, desparramada, una noche inútil salpicada de palabras, la presentación de la novela, que, por supuesto, no es otra cosa que la presentación de uno mismo, ya viejo, fatigado, jadeando, sintiendo la amenaza de la altura, ante un público raleado, apático, diezmado por los años y los sucesivos fracasos que sumados hacen mi destino, un puñado de hombres y mujeres que, venciendo la adversidad de un jueves por la noche, sorteando los escollos del tráfico infernal de esta ciudad, han llegado a un teatro con aire arriesgado, prostibulario, una casa vieja, cabaretera, con una sombra rojiza, putañera, en la que se oyen pasos, risotadas, aplausos tibios, el punto de encuentro de un escritor mediocre y sin embargo testarudo, sus escritores pasmados, unos cuantos lectores tenaces y algunos peatones o curiosos o espontáneos que pasaban por allí y se asomaron a ver quién se quitaba la ropa, que vieja señora mostraba los pechos y se ofrecía, descarada, coqueta: vengan las preguntas, las firmas, las fotos, vengan los regalos, las botellas de ron, los libros que no vas a leer, los papeles con nombres y correos y teléfonos, el tocamiento furtivo, los susurros, la mujer que fue hombre y ahora pregunta para la televisión, todo el circo lánguido, tristón, esforzado, un tanto menoscabado, que es la gira de promoción de la novela, las tres novelas, esa fiebre o delirio que comencé a escribir en esta ciudad hace tres años y ahora son una trilogía que nadie, ni si quiera los aludidos o escarnecidos o amenazados, va a leer, lo que parece muy prudente y juicioso, claro está.

No cabe duda de que el momento más glorioso de estos últimos días crispados y hablantines fue la noche en que ella y yo, apenas tentados por el alcohol, nos quitamos la ropa y dijimos cosas irrepetibles y nos asomamos al abismo de la pasión y sus fricciones inéditas, un momento superior, empinado, un rapto inmortal y sin embargo fugaz, el encuentro de dos espíritus o dos cuerpos que no desmayan, que insisten, que persisten, que agitan el aire de la noche con unas palabras, unos roces, unos jadeos, la promesa de que toda esta complicidad forjada hace pocos años nos llevará a otras ciudades, a otras montañas, a otras camas de paso en las que dejaremos constancia de que aquí estuvimos, amándonos, trenzándonos como una serpiente que se enrosca, anudándonos en un aliento que no cesa, entregándonos al lenguaje del deseo, nuestras lenguas, la tuya y la mía, que se enredan y suprimen las palabras y recuerdan el origen de la especie, ese desborde del que venimos, que nos ha unido y dio origen a una mujer que nos espera en una casa, allá lejos, en una isla ignorada por el frío, una mujer que no necesita promoción ni presentación ni entrevistas exclusivas y cansonas porque es, sin esfuerzo alguno, un éxito, todo el éxito que nunca encontré en ninguna de mis novelas: digamos entonces que todo esto, el viaje, las novelas, las entrevistas inútiles, la exposición un tanto repetida y vulgar, todo ha valido la pena porque mañana, en unas horas apenas, volveré a abrazar a esa mujer, Zoe, que es, en sí misma, callada, ensimismada, absorta en su mundo quieto y musical, inalcanzable en belleza por todas las palabras que he escrito y escribiré y he dejado regadas en el aire de esta ciudad a la que ojalá vuelva algún día, pronto.