notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Podría agradecérselo a Dios. El problema es que no creo en Dios en los días buenos, solo me acuerdo de Dios en los días malos, muy malos, cuando siento que me voy a desmayar, como me pasó el domingo en el restaurante con mi madre, el miércoles antes del programa y el viernes, después de tomar una pastilla indebida: en esos casos, cuando pienso que me voy a desplomar en público, o peor aún cuando temo que voy a morir en televisión, en vivo y en directo (murió en vivo), le pido a Dios que me dé fuerzas para seguir en pie y llegar a mi cama al final del día y extraviarme en las brumas de la noche.

Podría agradecérselo a María y a Hilda, las nobles mujeres que cuidan a mi hija menor, pero ellas ahora están durmiendo y con seguridad no leen estas cosas, ellas no pierden el tiempo, son mujeres hacendosas, hechas para el trabajo, no para la contemplación y la duda esparcidas, que son mis campos de acción preferidos.

Podría agradecérselo a Silvia, mi mujer, qué raro me siento cuando escribo eso: mi mujer, siento que estoy mintiendo, que estoy exagerando, que la mujer de la casa soy yo, siempre yo, y que ella es mi hombre, mi amigo, en ocasiones mi amiga y a veces, muy sutilmente, también mi amante. Se lo he agradecido hace un momento en su cuarto, en su cama, le he dicho que ha sido un día de una felicidad muy tranquila, que hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien y no dormía una siesta tan profunda y reparadora y no disfrutaba tanto de la comida, del agua, del silencio de esta isla, de no ver a nadie, se lo he dicho y ella se ha ido luego a caminar a esas horas raras en las que nadie sale a caminar, salvo ella.

Podría agradecérselo a Zoe, mi hija, seguramente es a ella a quien le debo este bienestar, este buen momento de salud, esta desusada sensación de estar en el lugar correcto, con las personas apropiadas, y no querer irme a ningún lado ni estar con nadie más y aceptar serenamente y sin culpas ni reproches que lo que pasó tenía que pasar y que esto que está pasando es sin duda lo mejor de todo y que, perdón por el optimismo, los días más felices son los que están por venir y acaso no habrá más testigos que yo mismo, y quizás Silvia y Zoe, de esa felicidad que ahora me imagino y creo cierta, segura, que creo merecer a pesar de que no me educaron de niño en eso, en sentir que uno se merece lo mejor, todo lo mejor.

Es un día muy feliz, lo ha sido desde que desperté, lo es ahora mismo, pero, por supuesto, no sé cómo será mañana, y cuando he tenido un día muy feliz como el que ahora termina, presiento que mañana ya no será todo tan propicio como lo ha sido hoy, y que entonces me vendrán los temblores, los mareos, la debilidad, la fatiga de arrastrar este cuerpo, estos recuerdos, esta biografía revoltosa, insolente.

No sé cómo será mañana, solo sé que ahora todo está bien y que es menester agradecérselo a quienes, con paciencia y sabiduría, diseñaron químicamente las pastillas que, desde anoche en que me rendí y volví a tomarlas, calman mis nervios, afinan mi sensibilidad, disuelven y acallan a los enemigos que se agazapan en mis entrañas y rescatan lo mejor de mí.

He tratado una semana entera de ser un hombre saludable, que duerme sin ayuda de las pastillas, que no recurre a ningún producto farmacéutico para mejorar su estado de ánimo, que encuentra en su propio organismo las reservas de su bienestar y su esplendor. He tratado siete días consecutivos de ser un hombre sobrio, saludable, emancipado de los narcóticos. Dios sabe que he fracasado. Dios sabe que lo he intentado con coraje y bravura y que han sido días imposibles, días en los que me encontraba sentado en un lugar y sin embargo estaba ausente, ido, apaleado, tratando de que mi cabeza no se cayera del cuello.

Pero ahora estoy bien y quiero agradecérselo a alguien porque todavía tengo el recuerdo del lunes, el miércoles y el viernes, días en los que sentí que me moría y recé con miedo no a la muerte sino a caerme al suelo en medio de la gente y protagonizar un momento de bochorno, miedo a vomitar y colapsar en pleno programa, y por eso pedía un café y otro más y respiraba ahogándome, con dificultad.

Agradezco esta felicidad primeramente a Silvia por escucharme anoche y encontrar las pastillas que se me habían perdido y por darme amorosa y sabiamente las cápsulas que necesitaba para descansar y volver a estar bien. Qué me haría sin ti, amor, y no me refiero solo a Silvia, me refiero también al Remerón, a ti, mi amada Mirtazapina. Qué me haría sin mi Dormonid, mi Ambien, mi Prozac, mi Remerón, qué me haría sin todas esas pastillas que han restaurado el sosiego que torpemente había interrumpido por querer ser un hombre sano. No soy un hombre sano, o cuando estoy sano me siento miserable, aporreado, infeliz, y por eso no me conviene estar sano, me conviene drogarme, aceptar que mi cuerpo es demasiado imperfecto para prescindir de las ayudas químicas y los consejos médicos.

Es un prejuicio tonto suponer que todas las pastillas son malas y debemos alejarnos de ellas como si fueran en sí mismas perniciosas. Me han educado en esa noción anticuada: que las drogas son todas nocivas y que algunas supersticiones de índole moral son en cambio saludables, y ahora creo que es al contrario, que esas supersticiones religiosas a menudo me hacen daño y ciertos hallazgos científicos, eso que podríamos llamar las drogas de laboratorio que se venden con prescripción en las boticas, a veces funcionan, hacen bien, sacan lo mejor de ti, te ayudar a encontrar el que de verdad eres en medio de las nieblas y el vértigo.

Mi infelicidad no parece tener entonces una cura religiosa, los predicadores y los charlatanes solo consiguen estimularla y multiplicarla y rebajarme a una versión peor de mí mismo, pero por lo visto sí tiene remedio cuando me pongo en manos de un buen médico y tomo las pastillas correctas.

No soy aparentemente un alma, soy un mamífero. No me funcionan las religiones, me funcionan las drogas, esa es mi manera feliz de evadir la realidad. No me busquen en una iglesia, en un templo, búsquenme en una farmacia, en una botica de turno. Y no me vengan con la majadería de que todas las drogas son malas: no, algunas son fantásticas y a mi edad resultan urgentes, imprescindibles.

Quiero que todos los días sean como hoy, así de tranquilos, así de felices, y para eso tengo que hacer un puñado de cosas que ahora enumero como si fueran la fórmula secreta de la felicidad: dormir en un cuarto a solas hasta cualquier hora, tomar todas las pastillas que ya sé que nunca más debo alejar de mí, quedarme en esta casa como si fuera un jubilado o un retirado, tramar una novela y otra más, elegir apropiadamente las palabras para dinamitar el honor de los falsos y los envanecidos, conspirar con Silvia, bailar con Zoe, cargarla, besarla, hacerle cosquillas en la barriga y escuchar cómo se ríe a gritos conmigo.

Gracias, entonces, a los que inventaron esas pastillas que ahora se diluyen en mi cuerpo. No encuentro la manera de decirles cuánto les debo. Y gracias a Silvia por encontrar las pastillas y llevarlas a mi boca y calmarme con sus ojos quietos. Yo soy esta boca que traga pastillas y esta lengua que lame tu cuerpo. Mi alma, querida, no existe, solo existen tu lengua y la mía y todas las lenguas que me han lamido y habrán de lamerme.