LOS AÑOS MARAVILLOSOS. Jóvenes Eliane y Alejandro en San Francisco, aún sanos y privados.
LOS AÑOS MARAVILLOSOS. Jóvenes Eliane y Alejandro en San Francisco, aún sanos y privados.

La última nevada en la bahía de San Francisco fue el preludio de la despedida de Alejandro Toledo de la vecindad. De clima frío en invierno, pero lo suficientemente templado para no cristalizar el vapor de agua, la región adoptaba el manto blanco una vez cada década o dos, dicha para un estado de sequías recurrentes. Era 5 de febrero de 1976, y mientras los muchachos de pregrado se atacaban con bolas de nieve en los jardines de la Universidad de Stanford, Alejandro Toledo, entonces de 29 años, terminaba su disertación doctoral en Economía de Recursos Humanos. Llevaba casi diez años en la bahía, y apenas meses de conocer a Eliane Karp, la antropóloga belga a quien había invitado a comer jamón y choclo a su residencia estudiantil. Cuenta la historia que Eliane comió solo la ensalada. “Soy judía y no como jamón, y en Europa le damos maíz a los chanchos”, se excusó. Los desacuerdos culinarios no pudieron con el cariño y, más tarde, ese año, ambos empezaron una serie de trabajos que los llevaron de gira por el mundo: de Buenos Aires a Tokio; de Naciones Unidas al Banco Mundial; de Harvard a la presidencia del Perú y, finalmente, de regreso a la península.

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La siguiente nevada en la bahía de San Francisco llegó apenas el 23 de febrero de 2023, a tiempo para un nuevo adiós. Quizá el último. Los días más extremos de un invierno inusualmente frío se pasaron con sol al nivel del mar y montañas coronadas de blanco. Los más aventureros se dirigieron a esquiar los cerros adonde normalmente van de excursión. Acusando sus 76 años –77 desde marzo– el expresidente permaneció en casa, en el límite de Menlo Park y Palo Alto, tramando los siguientes movimientos con sus abogados. Esa semana, el Departamento de Estado había concedido su extradición, y las fiscales estadounidenses pidieron la revocatoria de la fianza que lo mantiene bajo arresto domiciliario con permiso de salida desde 2020. Impaciente por escuchar de los Toledo-Karp, y cansada de los vistos en WhatsApp, una reportera se acercó al 222 del condominio en Sharon Road, oyó el acento inconfundible y timbró. Eliane Karp, con quien había mantenido cierta cordialidad durante todo el proceso, salió por el balcón a los gritos de “private property!” y la despidió con un “fuck off!!!!”.

Y en un día tan lindo.

“‘Soy amigo de Estados Unidos’, es lo que dice cuando no hay más nada que argumentar...”



Siempre sagrado


El laberíntico proceso de extradición lleva casi cuatro años en los Estados Unidos, dilatado por el COVID-19, retrasado por maniobras legales que nunca dieron con los asuntos de fondo, y discutido en múltiples foros con jueces distintos: Thomas Hixson (juez federal que ve el caso principal), Vince Chhabria (juez distrital que vio la prisión preventiva), Laurel Beeler (apelación), Michelle Friedland (hábeas corpus en el Noveno Circuito de Apelaciones) y Beryl Howell (quinta enmienda en Washington D.C.). La última se preguntó qué hacía en la capital un caso ya tan discutido en fueros californianos, y esencialmente reprendió a Toledo por su frescura para abrir un caso nuevo en la Costa Este presentando información “selectiva y engañosa” y demandar un nuevo juicio alegando faltas contra sus derechos constitucionales. “La ironía es sorprendente, que el demandante se involucre en tal abuso del proceso judicial para quejarse de que no ha recibido el debido proceso”, sentenció.

Las amonestaciones toman tiempo en calar en Alejandro. Salvado del confinamiento solitario por el coronavirus, el expresidente salió encorvado y cariacontecido de la Correccional Maguire el 20 de marzo de 2020, muy al inicio de la pandemia y antes que las mascarillas se hicieran ubicuas. El grillete electrónico debía haberle dado una señal sobre los niveles de vigilancia que pesaban sobre su arresto domiciliario, pero ese mensaje también demoró. Tan solo en abril de ese año, los fiscales estadounidenses lo acusaron de haberse escapado cuatro veces en cinco días, y alegaron que la fianza de un millón de dólares claramente no tenía impacto en su disciplina. De una amenaza de regresarlo a la cárcel, Hixson pasó a ofrecerle, meses después, una rama de olivo: le dio ocho horas de permiso de salida, clave para un ciudadano cuya ubicación inmobiliaria se ha ido degradando de la mansión en Maryland al apartamento de dos dormitorios en Menlo Park. En abril de 2021, Toledo se escurrió de su toque de queda para ir a cenar y dijo que un accidente de tráfico le había impedido volver a casa a tiempo. “Lo que me desconcierta es la utilidad de la mentira, Toledo sabe que tiene puesto un monitor GPS que lo rastreó a Stanford”, meditaba Hixson, incrédulo. Pero nunca fue vuelto a arrestar. Hasta ahora.

Alejandro Toledo ha sido, dentro de todo, un hombre con suerte. Desde que una pareja de Peace Corps se encariñó con él en Chimbote, lo suficiente como para encontrarle una media beca para la Universidad de San Francisco, todo fue progreso. De ser Álex, el jugador de fútbol de día y trabajador de gasolinera de noche, escaló a los posgrados y la vida académica en Stanford, a la ONU y a la presidencia del Perú. El primer presidente indígena fue quizá el más educado que hemos tenido, vicios más, vicios menos. Donde echó raíces hizo amigos clave, como quienes lo cobijaron por décadas en Stanford, o Francis Fukuyama y Larry Diamond, firmantes de la última apelación al corazón humanitario del secretario de Estado, Anthony Blinken.

“Nunca he perdido nada importante”, le dijo a la revista de su alma mater hace unos años. Con tantas dilaciones apenas en los últimos meses, ha comprado tiempo para echar los dados en Washington D.C., y ver si el lobby académico le funciona. “Soy amigo de los Estados Unidos”, es lo que se dice cuando no hay más nada que argumentar, pero Toledo no pierde la fe de nunca volver de San Francisco.


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Yvan Montoya