La vida allá abajo
La vida allá abajo

Como ahora casi todo se compra por Internet, mi esposa, que desde niña vivió con una perrita y echaba de menos la compañía canina, compró, sin consultarme, porque sabía que me opondría, al perrito Leo, que había nacido en Iowa y era un bebé de tres meses, mezcla de poodle con bichón frisé.

Una vez que pagó por el perrito, me anunció los hechos consumados: Leo llegará en unos días, mira sus fotos, ¿no es una belleza? Herido en mi orgullo, reaccioné con indignación, alegando que debió pedirme permiso para comprarlo. Dije que nunca había vivido con un perro, no quería que mi casa oliera a perro, no podría dormir toda la mañana porque me despertaría con sus ladridos neuróticos. Le exigí que devolviese a Leo. La amenacé con irme de la casa si el perro llegaba contra mi expresa voluntad.

Pero no me hizo caso. Días después, fue al aeropuerto a recoger al perrito, al que había bautizado como Leo, en honor a Leo Messi. El pobre viajó desde Iowa a Miami, con escala en Atlanta, once horas en total, metido en una jaula, en la zona de carga del avión, seguramente congelado y aterrado, tanto que, cuando por fin llegó y mi esposa quiso sacarlo de la cajuela, estaba tan asustado que temblaba y no se atrevía a salir.

Esa noche, al volver de la televisión, conocí a Leo, noté que estaba asustado, lo llené de besos y comencé a enamorarme de él, sin sospechar cuánto llegaría a quererlo.

Desde Iowa, sus cuidadores le habían dicho a mi esposa que Leo debía comer comida procesada para perros y nada más, debía dormir dentro de una cajuela, no ladraría nunca porque era tímido y delicado, crecería y engordaría muy poco y sería siempre pequeñito, sería conveniente retirarle los testículos para calmar su apetito sexual, y no tuviésemos pena de dejarlo solo, pues nos esperaría pacientemente.

Ninguna de esas instrucciones pudo cumplirse. Nuestro creciente amor por el perrito las puso en entredicho.

Mi esposa llevó a Leo a un veterinario hippie, quien le aconsejó que comiera toda la proteína que comíamos nosotros, pero nada de dulces. Una vez que probó nuestra comida, no quiso más la procesada. A espaldas de mi esposa, le di chocolates, bolitas de M&M, y las comió, extasiado, pero ella le sintió el aliento a chocolate, me retó y prometí que no le daría más dulces, promesa que he cumplido irregularmente.

Tratamos de que durmiera encerrado en una cajuela, pero lloraba mucho. Para facilitarle la vida, compramos camas de perro y una escalera diseñada para perritos, de modo que pudiera subir y bajar de nuestra cama. Pero no le gusta dormir en nuestra cama. Prefiere hacerlo abajo, unos metros más allá.

Es interesante ver cómo guarda una distancia prudente de nosotros. Le gusta estar cerca, pero no demasiado cerca. Elige el punto medio entre su amor a nosotros y su deseo de sentirse libre. Nunca nos despierta.

Ladra, sí, cuando está contento, excitado, y quiere jugar, o cuando tiene hambre. No era cierto, como nos dijeron, que no ladraría nunca. Pero es considerado y ladra solo cuando está en nuestra casa o la habitación del hotel. Si está en un avión, o un restaurante, no ladra, es consciente de que hay otras personas, y se vuelve más tímido y comedido.

Casi no ha crecido ni crecerá, mejor así. No lo caparemos, nos da pena, queremos que tenga novias y se monte a alguna de ellas, si lo dejan. A veces quiere frotarse con la pierna de mi esposa, nunca con la mía, y me da pena que no pueda encontrar la satisfacción que necesita. El veterinario hippie nos ha dicho que en su equipo hay una persona adiestrada en estimular y friccionar a los perritos, de modo que puedan aliviarse. No sabía que alguien podía ganarse la vida masturbando a perritos.

De ninguna manera volverá a volar enjaulado en la zona de carga de un avión. Aquella experiencia debió de ser traumática para él y no permitiremos que se repita. Solo viaja con nosotros cuando lo admiten en la cabina, como perro de compañía y soporte emocional de mi esposa. Ella ha conseguido cartas, diagnósticos, certificados y documentos que prueban que, si viaja sin su perrito, le da un ataque de pánico, colapsa y puede morirse.

Lo quiero como si fuera el hijo que no pude tener. Le hablo, nos besamos lengua con lengua, mordisquea mi maletín para evitar que me vaya a la televisión, me recibe con alegría cuando regreso, se contenta tanto de verme y me hace tantas gracias y monerías que me conmueve, porque me doy cuenta de que me quiere más de lo que acaso podrían quererme ciertas personas de mi propia familia. A diferencia de ellas, Leo nunca me critica, no me pide que sea mejor persona, que baje de peso, que me levante temprano, que rece, que sea político o presidente, que salga a correr: él me quiere como soy, exactamente como soy, y no le importa que yo sea gordito, haragán, mediocre, pusilánime, perdedor.

La vida allá abajo, desde donde Leo nos observa y sigue, parece mejor, mucho mejor, que la vida acá arriba. Quiero decir: el perrito no trabaja, no paga cuentas, no paga impuestos, come lo que le da la gana y no engorda, duerme a pierna suelta, ha aprendido a meterse en la piscina, y ahora tiene una cuidadora chilena, adorable, que viene a buscarlo a las ocho de la mañana y lo trae a las dos de la tarde. ¿Qué hace con ella? Es seguro que no sufre: van al parque, a la playa, a la casa de la chilena, donde Leo tiene ya amigas perritas. Cuando llega a nuestra casa, nos llena de besos, salta de alegría y luego, exhausto, duerme la siesta, mientras escribo. Lo mismo que mis hijas mayores, él fija la distancia que le conviene respecto de mí. Para mi fortuna, la distancia que elige son unos pocos metros, pues mis hijas prefieren unos miles de kilómetros, y muy raramente desean acercarse a mí.

Es curioso que, cuando beso a mi esposa, el perrito sube a toda prisa a nuestra cama, siente celos y viene a darnos besos, interrumpiendo la escena de amor conyugal. Cuando mi hija llega del colegio y la abrazo y la beso, Leo viene corriendo y ladra y salta, exigiendo una cuota equivalente de besos y abrazos para él. Es, pues, celoso, posesivo, y le encanta ser el centro absoluto de la atención.

Como prefiere besarme en la lengua antes que besar a mi esposa, ella dice que Leo y yo somos gays, que la mafia gay o la mafia rosa o de terciopelo ha tomado por asalto nuestra casa. No puedo desmentirla porque mi amor por Leo es apasionado, volcánico. No puedo ya imaginar la vida sin él. Me ha enseñado una forma de amor que ignoraba. No me pide nada, salvo afecto y comida, y a cambio me da un cariño noble, leal, constante, inquebrantable, exento de quejas o reproches.

Anoche leí un artículo que me hizo llorar: un veterinario decía que, cuando pone a dormir a los perritos viejos o enfermos, generalmente sus dueños prefieren no ver ese momento tan doloroso. Pero eso, decía el veterinario, es un error, porque los perritos, antes de morir, buscan desesperadamente, con ojitos inquietos, a sus dueños, necesitan sentir la caricia, la voz, la cercanía de sus dueños, sus grandes amores de toda la vida. Por eso, cuando me toque morir, quiero que Leo esté a mi lado lamiéndome los cachetes y los labios, y si le toca morirse antes que yo, estaré a su lado, besándolo y diciéndole entre lágrimas todo el amor infinito que siento por él, mi adorado hijo varón.

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