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Todo tiempo futuro siempre fue mejor

“Dado que las relaciones interpersonales son conflicto, la sabiduría consiste en aprender a gestionar esas controversias”.

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La instalación propuesta por Wilma Ehni es un ejemplo de potencia reflexiva: cuestiona sin gritar. Es un método inusual en un mundo donde estamos acostumbrados a demandar emplazando, a protestar descalificando. Solemos actuar así, ciertamente, porque sabemos que quienes deciden no nos hacen caso a menos que bloqueemos carreteras o edificios públicos.
Gritamos porque (casi) nadie escucha (de verdad). Pero el camino de la artista es otro. De pronto, si conectamos con su obra, silenciosa y desconcertante, un temblor se inicia por dentro. Un silencio que puede tumbar muros. Hay un espejo a la entrada. Vemos en él lo que siempre vemos y no nos llama la atención. Pasamos rápido. Luego vemos a unos luchadores de algún arte marcial. No hay golpes, ni puñetes, ni patadas.
Quien conoce, reconoce que es jiu-jitsu. Los luchadores forcejean, se enredan, hasta que, a través de una llave, uno domina al otro. Es la imagen de dos peruanos calibrándose cuando se ven por primera vez. Como dice Walter Twanama en el catálogo, son esos primeros segundos en que nos medimos mutuamente para saber quién está arriba y quién debajo de la escala social. Desgraciadamente, siempre funciona. Y la desigualdad se convierte en sometimiento. Pero esta lucha puede tener un significado inverso. El jiu-jitsu es una disciplina basada en el respeto entre los oponentes. El límite está en evitar el daño del compañero. Es destreza, no aniquilamiento. Un ritual de reconocimiento de ida y vuelta. Una metáfora sobre las relaciones humanas que no están exentas de conflicto. Mejor aún, dado que las relaciones interpersonales son conflicto, la sabiduría consiste en aprender a gestionar esas controversias para evitar que nos destruyamos mutuamente. Así, Wilma Ehni coincide –sin proponérselo– con el sociólogo norteamericano Richard Sennett, afirmando al respeto como una vía para superar la discriminación o el racismo de cada día.
La instalación también se compone de una mesa que juega en los dos sentidos. Primero, como el destino de una comunidad por fin integrada donde todos cabemos con nuestras diferencias y discrepancias. Segundo, como la imagen de una sociedad imposible que tal vez no logre vencer su fragmentación y su radical desigualdad. Entonces el ideal se convierte en un reclamo, en algo que nos desafía, que alumbra las tensiones al interior de una ciudadanía violenta y tantas veces egoísta. La estrategia de la artista es, pues, conmovernos presentando dos potentes símbolos que pueden ser sentidos o leídos de formas simultáneamente opuestas. Una lucha que no debería ser guerra. Una mesa en la que deberíamos poder sentarnos todos los peruanos. Cuando conectamos con esta instalación, salimos distintos de la sala. Ya no vemos en el espejo sino una imagen perturbada de nosotros mismos. Sala Luis Miró Quesada Garland. Miraflores. De 10 a.m. a 10 p.m. hasta el 22 de febrero.