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Sociólogo y comunicador

Me gusta ver a mis amigos radiantes, orgullosos, posando con sus hijos, sus padres, sus amigos, sus colegas; me gusta verlos celebrando ese instinto primario e irrenunciable que es el espíritu familiar. Me emociona cada una de esas escenas felices pues son pastillas que nos recuerdan a un país festivo y generoso.

Me gusta ver a los rudos de ayer, tan mansos hoy, posando con sus cachorros. Me gusta ver a mis amigas embarazadas, naturalmente asustadas, hermosas, ofreciéndonos un testimonio de optimismo en un mundo inundado de malas noticias. Me gusta que hasta los chukis transen con la Navidad a la medianoche, habiendo posteado denuncias contra la hipocresía y la comercialización de estas fiestas.

Me gusta que la familia pase a ser el centro de nuestra atención, a pesar de sus penas y derrotas, de sus deudas y desengaños. Cuando uno es joven acaso no puede comprender el significado de esta algarabía y se la pasa pensando en todas las cosas que quisiera hacer en estos días, en vez de soplarse su obligatoria reunión familiar. Me acuerdo muy bien de ese sentimiento de frustración que sucede precisamente cuando estamos en medio de los abrazos filiales. Y contra lo que uno podría pensar, esa desconexión adolescente no es sino una demanda por un amor sincero, por una atención correspondida, que suceda por fuera de las rutinas y las convenciones.

Cuando crecemos y nos toca compartir el timón de nuestra propia tribu, recién comprendemos de qué se tratan estas fiestas. Empatamos el significante convencional con el significado sincero. Entonces nos encontramos con esa simple esperanza, la más simple de todas. Es la celebración de que aún estamos vivos y que podemos compartir ese instante mágico y continuo con los nuestros, con los que siempre van a estar allí, presentes o ausentes, en las buenas o en las malas. Cómo no celebrar que todavía podemos, o debemos, o quisiéramos, estar en plena comunión con los nuestros.

Me gusta abrazar a mi vieja, darle un beso a mis hermanos, mirar las ocurrencias de mis sobrinos y esconderles mis ojos vidriosos. Me gusta ver a mi china bailando, ansiosa por tener la edad para pararse de puntas; a mi zambito retándome con una multiplicación caprichosa; a mi chino, todo "cool", tocando la batería mientras se baja del skate. Me gustas, Dani. Me muero por ti. Este año va a estar bonito pues vamos a reinventar –otra vez– todo. Porque sí. Por gusto. Porque pasa la vida y queremos seguir viviéndola más. Y más.

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