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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Sociólogo y comunicador

Lo que viene sucediendo alrededor del Proyecto Tía María es más de lo mismo. Ya lo vimos en otros lugares del país y la misma Arequipa. Proyectos que pasaron por todos los requisitos legales y que fueron frenados, en algunos casos, por la razonable inquietud social y, en otros, por el oportunismo de ciertos intereses particulares.

Dada la carambola mediática de ayer y la continuación de las protestas, es difícil predecir la viabilidad del proyecto. Lo que sí sabemos es que la empresa es un concesionario y que el dueño de los recursos es el Estado Peruano en representación de todos los peruanos. Pero el Estado no ha cumplido su papel. No se ha dirigido oportunamente a la ciudadanía ni a sus autoridades para: i) fundamentar la necesidad del proyecto para el país, ii) exponer los beneficios para la región y iii) explicar los estándares que el titular le está exigiendo al concesionario.

Nadie discute que la minería aceptable es aquella con buen desempeño operativo, ambiental y social. Solo una minoría se opone a ella por principio.

Progresivamente, en todo el país, uno se encuentra con personas interesadas en el papel que deben cumplir las grandes operaciones mineras: aliadas de la agricultura (eso mismo, de la agricultura) y el desarrollo local. A pesar de ello el Gobierno, consistentemente a la retaguardia, le pide a las empresas que busquen su propia licencia social y se limita a aparecer al final, cuando todo ha reventado. Lo que sucede en Islay habla de negligencias injustificables. No se entiende que hayan contradicciones tan vergonzantes entre los voceros de la empresa y del Gobierno. Tampoco se entiende que un grupo opositor pueda opacar e intimidar a ese grupo amplio de ciudadanos arequipeños que están a favor de Tía María.

Las autoridades locales brillan por su carácter voluble y las autoridades nacionales por su falta de liderazgo. Ambas no promueven amplios consensos ciudadanos que hagan viable el bienestar común, esperan el alboroto para sentarse temerosas en mesas de negociación donde apenas se negocia. La chamba política debe comenzar mucho antes, exigiendo la mejor propuesta al concesionario, mejorando dicha iniciativa en respuesta a los temores y las expectativas de los ciudadanos. Pero la abdicación cuesta caro. Y las piedras y los palos imponen una justicia callejera que, tarde o temprano, nos amenaza a todos.

Mientras reclamamos por mayor institucionalidad, cada vez que existe un conflicto no faltan quienes someten el Estado de Derecho a la negociación política y quienes exigen auditores externos porque no confían en los funcionarios encargados, mellando así la autoridad de un Estado cada vez más débil. Paradójicamente, se trata de la misma institucionalidad a la que le exigimos proteger los derechos humanos y la justicia.