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Roberto Lerner: La era de la vergüenza

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Hace no mucho lidiaba con la culpa. Cada vez más me encuentro con la vergüenza. Dos emociones complejas que domestican y controlan. La primera nos pone frente al auditorio de nuestra propia mente por algo que hemos hecho o dejado de hacer. Obliga a negociar, reparar, pedir perdón. La segunda nos enfrenta a un público del que somos parte. Pone en duda nuestro derecho a pertenecer más que nuestros actos. Cuando la sentimos, queremos que la tierra nos trague.

En sociedades agrarias y grupos pequeños, donde todos se conocen, la picota y el escarnio público disuaden. La Revolución industrial y sus ciudades sin rostro consagraron la culpa victoriana como instrumento de homogeneización. Familia, escuela, templo, fábrica y medios masivos establecieron los estándares contra los que medir las conductas ciudadanas. Pecados privados, castigos ocultos.

En los últimos años me encuentro con personas –muchos jóvenes– aterrorizadas por la vergüenza. Sus actos y palabras han sido expuestos –a veces inocentemente, otras con premeditación, no pocas en ocasiones por ellos mismos– ante conocidos y desconocidos. Un algo ilimitado, que está a medio camino entre corte judicial y jurado de concurso, se entera, reproduce y dictamina. La picota virtual destruye en corto tiempo prestigio y reputación. La reacción es un poderoso deseo de venganza o cambio radical de escenario.

En un concurso o un juicio, hay personas que conocen la historia, la causa, comparan, analizan contextos y atenuantes. Pero, en el avergonzamiento, cada vez más frecuente ahora que todos somos figuras públicas, no hay matices ni códigos. En el tsunami de pulgares hacia abajo, las personas se ahogan.