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Roberto Lerner: Las trampas en nuestros castigos
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Un joven que bordea los 30, ingeniero civil, muy inteligente y en curso de carrera ascendente, con el estilo analítico y racional que lo caracteriza, me dice: "Cuando me portaba mal" —la verdad, no me lo imagino haciendo grandes travesuras— "me quitaban temporalmente alguno de mis juguetes. Era algo que me desconcertaba profundamente. Me los habían regalado y, por lo tanto, eran míos. Pero si podían retirármelos, aunque fuera temporalmente, se trataba de una propiedad parcial, condicional. Podía entender que no me dejaran ver la TV o que se negaran a darme propina, pero lo otro me quitaba confianza en el mundo de los adultos", concluye.
Un chico de 18, acompañado de su madre, me cuenta que, por haber llegado media hora más tarde de una fiesta, ya no puede salir el fin de semana que viene. "Ya no aguanto estar despierta más viernes y sábados hasta la madrugada, angustiada hasta la pared de enfrente pensando en todo lo que le puede pasar. Me toca dormir tranquila", afirma ella con evidente alivio. Le pregunto a la mamá si la prohibición de salir es un castigo para el chico o un premio para ella. De paso, mientras hablamos, llega un correo que informa que el jovencito ha sido aceptado en una prestigiosa universidad del extranjero.
Las relaciones entre las generaciones son asimétricas. Los adultos ejercen un poder indudable sobre los menores. Hacerlo permite trasladar progresivamente responsabilidad, autocontrol e independencia. A veces, sin embargo, vale la pena reflexionar sobre la lógica y el significado afectivo de los castigos que aplicamos, los mensajes que, muchas veces, transmiten sin que nos demos cuenta. Encontrar las trampas añade justicia, pero también nos enseña sobre nosotros.
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