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Roberto Lerner: La lógica biológica de la abuelitud
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Ahora que los asuntos previsionales, jubilatorios y otros relacionados con la tercera edad —los viejos se vuelven sexis con el 95% de sus fondos en la mano— están de moda, debo reconocer que no he visto muchos abuelos rascándose la panza y gozando de un merecido retiro. Su tiempo, supuestamente libérrimo, lo dedican a llevar, traer, cuidar, arrullar, disciplinar —la parte que no siempre sale bien— y, hablando de finanzas, contribuir a la economía del florecimiento de los hijos de sus hijos.
En los países donde hay cifras, la cosa es clara. Los recursos, en todos los sentidos de la palabra, de la abuelitud no están invertidos en cruceros por el Caribe.
En otras especies, los individuos que ya no producen más individuos pasan a habitar el más allá. Los humanos, por el contrario, tenemos, cuando ya no generamos más copias de nosotros mismos, un tercio de nuestra vida por delante, antes de perdernos en la eternidad.
¡Felizmente que el cerebro o el hígado no siguen el camino de la ovulación! Si el embarazo no fuera tan demandante, el parto no fuera tan peligroso y nuestras criaturas sirvieran para algo más que costar dinero más rápido, tener hijos hasta la muerte saldría a cuenta. Dado el enorme costo que significan nuestros descendientes, más eficiente es que los que tenemos estén muy bien cuidados, tengan más que a la madre, con algo de ayuda masculina, para ocuparse de ellos.
¡Bingo! Para eso sirven esos seres tan extraños en el mundo animal. Como el cuerpo femenino dice basta —no al sexo, felizmente, sino a la reproducción—, ella y su pareja pueden invertir parte de su tiempo, a veces más del que sería justo, en los hijos de sus hijos.
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