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Roberto Lerner: Más lógica biológica de la abuelitud
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Como individuo busco trasladar mis genes a la próxima generación. Lo que contribuye a que eso ocurra se consolida y permanece. Lo que no, desaparece. En ese sentido, me preguntaba en una anterior columna, ¿por qué las hembras humanas dejan de ovular?
Los genes son más egoístas que sus vehículos, los individuos. Si además de tener hijos, ayudo a que mi hermano o primo los tenga, mi éxito reproductivo crece: habrá en el mundo más seres que tengan algo de mí.
Hay especies que tienen montones de crías. Una vez que las producen, se desentienden de ellas. Basta que un porcentaje de las que nacieron sobrevivan. Otras, paren menos y cuidan más, pero por corto tiempo.
Nosotros invertimos enormes recursos en incubar a nuestros descendientes. Pasan años hasta que nos animamos a soltarlos. Para que ello ocurra se requiere una red de complicidades sostenidas en el tiempo, que extienden paternidad y maternidad a otras personas.
Esos otros ayudan a que los pequeños lleguen a adultos —resultado incierto hasta hace muy poco— y contribuyen a que se reproduzcan más adelante.
Si esos voluntarios pudieran tener hijos hasta el final de sus vidas, la lógica biológica los llevaría a privilegiarlos: comparto más genes con mis hijos que con los hijos de ellos. ¿Imaginan a una persona con hijos y nietos de la misma edad? Habría, tema de moda, conflicto de intereses. Algo que los abuelos, gracias a la menopausia, no tienen.
¿Que la situación mencionada es hoy perfectamente posible y será cada vez más frecuente, gracias a los avances de la tecnología reproductiva? Sí. Es que somos transgresores permanentes de la lógica biológica. Para bien y para mal.
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