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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Con signos de exclamación, es el prototipo de una alarma que pone en movimiento nuestros cuerpos y llena nuestras mentes con los peores pronósticos, pero, de todos los elementos, es con el que menos contacto tenemos. Y cuando se trata de nuestros niños, contrariamente al aire, el agua y la tierra, que también tienen sus peligros, no le vemos ninguna utilidad. Mejor que no existiera.

Y, sin embargo, jugar con fuego, que no por casualidad es una expresión que alude a coquetear con la tragedia, es fascinante. En una época en la que nos quejamos del alejamiento de la naturaleza, de la ubicuidad de los electrónicos, del elevado precio de los juguetes, deberíamos atrevernos a conocer con los niños, a medio camino entre lo lúdico y lo experimental, entre la travesura y el rito de iniciación, los misterios de las llamas.

Cómo se producen, cómo se transmiten, qué las alimenta, qué las mata, de qué dependen sus asombrosas y variadas formas, cómo quedan los diversos materiales que consumen, qué protocolos de seguridad nos protegen de ellas y qué sentimientos nos provocan son algunos de los temas que van emergiendo y se van resolviendo mientras un adulto y un niño se enfrentan al poder del fuego y administran el poder de los humanos.

Y, quizá lo más importante, cómo se consolida la alianza entre las generaciones; la convergencia de poder, saber y placer; la complicidad responsable; los relatos; las metáforas; y los rituales que dejan enseñanzas prácticas, vivencias estéticas y huellas emocionales imborrables.

Sí, hay que jugar con fuego. Los que lo hacemos con nuestros hijos, nietos o alumnos sabemos muy bien que es garantía de aprendizaje, caldo de amor y material de recuerdo.

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