Nuestro planeta nunca ha sido un lugar esencialmente amigable con la vida, dice el columnista.
Nuestro planeta nunca ha sido un lugar esencialmente amigable con la vida, dice el columnista.

Hace siete meses nos dimos cuenta de cuán frágiles somos los seres humanos. La conciencia de ello cayó como un mazazo que destruyó rápidamente nuestra autoestima. Por lo menos la de una parte no desdeñable de los habitantes de la Tierra. Armados con nuestras hazañas tecnológicas, logros económicos y nuestras avanzadas terapias médicas, habíamos desterrado nuestra mortalidad a los márgenes de nuestras preocupaciones, así como los lugares de nuestro descanso final se habían desplazado hacia la periferia de las grandes ciudades. Hablábamos poco de nuestra finitud, en voz baja.

Sin embargo, nuestro planeta nunca ha sido un lugar esencialmente amigable con la vida. Es cierto que nuestra especie ha conquistado entornos muy diversos, pero tanto nosotros como el resto de los seres vivos siempre hemos vivido una ecología del miedo, que no es otra cosa que ser predador o presa. Para quienes hemos estado buena parte de nuestra historia en la segunda categoría, buena parte de nuestras energías se invertían en evitar terminar en el estómago de otro ser vivo. Eso se traducía en alerta permanente y miedo: teníamos que decidir si sonidos, olores y formas eran la antesala del fin de juego.

Pues bien, estamos de vuelta en esa situación, conviviendo con un predador —invisible y para colmo transmitido por congéneres que pueden ser muy cercanos—, evaluando permanentemente el riesgo que representan las más diversas circunstancias y variables, debiendo pensar muchas veces sobre distancias, lugares, ventilación, personas, entre otras muchas.

La pregunta, que también se plantea en la naturaleza, es cuál es el equilibrio adecuado entre las fuerzas invertidas en el temor y aquellas que nos permiten seguir viviendo con un nivel razonable de bienestar.

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