PUBLICIDAD
Re tortillero
La otra mañana bajé a la cocina (estaba vestido, me desvisto solo para ducharme, ni siquiera me desvisto para hacer el amor, todo el tiempo tengo frío), saludé a Hilda y María (aunque nacieron en el orden inverso, María es la hermana mayor), noté que estaban desayunando (de pie, sin descansar, después de dejar a mi hija menor en el colegio) y, sin pedir permiso, le quité el plato a María y me comí su tortilla (ella amorosamente no protestó y me consintió y se hizo otra tortilla: para entonces yo ya estaba de vuelta en la cama).
Imagen
Fecha Actualización
Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR
La otra mañana bajé a la cocina (estaba vestido, me desvisto solo para ducharme, ni siquiera me desvisto para hacer el amor, todo el tiempo tengo frío), saludé a Hilda y María (aunque nacieron en el orden inverso, María es la hermana mayor), noté que estaban desayunando (de pie, sin descansar, después de dejar a mi hija menor en el colegio) y, sin pedir permiso, le quité el plato a María y me comí su tortilla (ella amorosamente no protestó y me consintió y se hizo otra tortilla: para entonces yo ya estaba de vuelta en la cama). Hilda fue prudente y apenas advirtió que yo bajaba como un oso cogió su plato y fue a esconderse con su tortilla entre risas comedidas. Todo esto lo sé no porque lo recuerde (no recuerdo nada) sino porque me lo han contado Silvia, María e Hilda riéndose, celebrándome. Es una gran suerte vivir con mujeres que no se enojan cuando les quito el desayuno. Y ahora pienso que cuando a María le pregunten cómo es el señor, tendría todo el derecho de responder: Re tortillero.
Esto es insólito: las ficciones que he vivido no son ya las que he narrado y no recuerdo sino las que he vivido la otra mañana y tampoco recuerdo y alguien tiene que relatarme entre risas comedidas. Es una nueva definición de lo que entendemos por ficciones: lo que ocurre, por así decirlo, cuando no estamos lúcidos, conscientes, cuando nuestra memoria está apagada. Me hacen el cuento y no me lo creo y pienso: no, es imposible, no puedo haberme comido la tortilla de María sin pedirle permiso, yo soy educado incluso cuando estoy dopado o lo soy todavía más. Y cómo pude comerme una tortilla ¡con la yema del huevo! si ahora soy tan tardíamente vegetariano (dónde se ha visto un vegetariano obeso: presente, aquí mismo, entre pecho y espalda, allí donde se me ha caído el pecho, donde reposa el pecho, en esta barriga inexpugnable, insensible a las dietas, enhiesta como un morro). Es lo que soy: un gordito vegetariano feliz. Un gordito que hace dieta y no baja de peso y sube de peso y se pregunta pasmado cómo es que ahora pesa dos kilos más y no se acuerda. ¡Es por la tortilla, gordito, es por la tortilla, tortillero! Pero ¿cómo podría recordar la tortilla que comí atropelladamente si en ese momento estaba allí pero no del todo? ¿Cuántas cosas más (todas grasosas: chocolates principalmente, aunque también helados, galletas, manás y queques de plátano horneados por mi madre) no comeré cuando supuestamente estoy durmiendo y a dieta? Tendríamos que hacer lo que Silvia ha sugerido: poner cámaras diminutas en la cocina y grabarme todo, podría pasar como un documental mal hecho sobre cómo ser vegetariano cuando estás despierto y un cerdo tragón cuando crees que estás dormido.
Oficialmente soy ahora vegetariano, qué risa. Ya no como carne ni pollo ni pescado, no al menos cuando estoy lúcido, porque cuando estoy durmiendo (o cuando creo estar durmiendo y en realidad estoy reptando hambriento en la cocina) como cualquier cosa viva que se mueva y huela rico. Hilda y María están en peligro y por eso cuando ven que asomo mi hocico cogen sus platos y salen corriendo y a poco están de llamar a la policía como yo la llamaría si encontrase un oso olisqueando en mi cocina, la refrigeradora abierta, él mirando sin culpa, con hambre asesina, dispuesto a morir sin privarse del placer de tragar cualquier cosa, lo que sea. Somos eso, solo eso: osos hambrientos, monos peludos, chimpancés tortilleros, mamíferos en celo (qué va) buscando carne fresca, y es bueno que alguien nos lo recuerde cuando pensamos, envanecidos, que somos algo más. No, solo somos eso, lo que comemos, lo que tragamos, lo que nos pide con sonidos guturales, cavernosos, el estómago, la boca del estómago. ¡Échame algo de comida y deja ya de joder con tus ridículas posturas de vegetariano, tortillero mamón!: eso es lo que traduzco que me dice a gritos el estómago, y yo naturalmente tengo que obedecerle. Entonces, antes de decir ¡yo no me comí la tortilla!, es mejor que uno diga humildemente: no recuerdo habérmela comido, pero puede ser, y si tú lo dices, te creo. No recordar no equivale a no haberlo vivido: equivale a que ya estás viejo, chocho, gagá, y no te acuerdas de nada, ni siquiera de lo que comiste esta mañana. Duele, humilla, luego da risa, pero es así, o es así como me lo cuentan Silvia, Hilda y María riéndose y yo por supuesto me río con ellas y pienso: menos mal no estaba sin ropa, menos mal no me hice una paja o les arrimé el piano en plena cocina, aunque, por otra parte, no nos engañemos, ya no le arrimo el piano a nadie porque donde había un piano solo queda una armónica (es un decir, esa parte nunca fue armónica).
Lo que me aterra es salir manejando dormido una mañana en alguno de los carritos japoneses y chocar todo el camino como choca magistralmente Di Caprio en la última película de Scorsese y luego no recordar nada, ni un carajo de nada, y creer que he manejado perfecto, como un campeón, sin derrapar una sola curva, y a la tarde ver el mismo carrito japonés todo abollado y preguntar con indignación ¿quién rayos ha chocado mi japonés? En ese punto Silvia interviene amorosamente y me dice: No te preocupes, eso no va a ocurrir, Hilda y Mari no te dejarían salir manejando en ese estado. Y se ahorra el adjetivo que está allí, en el aire: calamitoso, borrachoso, penoso. Gracias por no decir el adjetivo, Silvia, en esos silencios me parece que reside el amor. Uno entiende al enfermo, al adicto, al desastroso, y procura acompañarlo en el trayecto a sabiendas de que no es posible curarlo ni rehabilitarlo, solo aspirar a que no maneje dopado y no choque a terceros. Y es algo que una mañana me ocurrió y perdón por contarlo en un tono levemente festivo o exento de culpa religiosa: llegué a esta ciudad (dormido), hice los trámites migratorios (dormido), manejé hasta la isla aparentemente sin chocar (aunque de esto no puedo dar fe) y me asaltó un hambre mañanera que no pude aplazar (los gorditos felices saben de lo que estoy hablando) y por eso me detuve en un cafetín, bajé, pedí el desayuno (tortillas con salchicha y tocino y tostadas, qué perdición, qué grande mi padre que me educó en el amor a los desayunos llenos de salchichas de todo tipo que él mismo freía y degustaba) y en ese trance hipnótico me hallaba cuando una pareja (un hombre y una mujer) se sentó a mi mesa y me hizo saber, sin levantar apenas la voz, con una sonrisa cómplice, que les había chocado el carro. ¿Yo? ¡Imposible! ¡Yo soy Jaimito Baylys, el de la televisión, el mariquita, el de los libros escandalosos! ¡Yo no choco, nunca he chocado, yo manejo derechito como me enseñó mi mamá! Luego salimos y ellos (peruanos tenían que ser: tan afectuosos, tan propensos a los diminutivos) me hicieron ver su carro aparatosamente chocado y mi gran carro de marca inglesa (eran otros tiempos) empotrado contra el suyo (un auto italiano de lujo) en la puerta machucada del piloto. Todo lo que uno diga después califica como pose, caricatura o esfuerzo inútil: uno ha chocado el carro de los vecinos, se ha comido la tortilla de la nana, y son ellos los que te hacen el relato riéndose, increíblemente riéndose, Dios los bendiga y les preserve la paciencia.
PUBLICIDAD
ULTIMAS NOTICIAS
Imagen
Imagen
Imagen
PUBLICIDAD