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Ponte la camiseta, colaborador

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La muerte de los dos jóvenes trabajadores del McDonald’s ha sido una forma violenta de recordarnos a todos que la precariedad está profundamente normalizada y enraizada en nuestro entendimiento del trabajo, afectando a miles y cobrando vidas, entre formales e informales por igual.
Sobre esa precariedad se han construido demasiados modelos de negocios, donde los costos laborales deben ser rebajados al mínimo posible, pues, de lo contrario, los números no cuadran o la renta no es lo suficientemente alta. Y como nunca lo es, aparecen los abogados laboralistas con filo corporativo que saben bien cómo empujar al límite las reglas laborales. ¿Si no, cómo se explica que una cadena como McDonald’s tenga turnos de 12 horas y no de ocho horas? ¿O que un trabajador que cumple una función esencial de ese negocio, como es tomar el pedido de hamburguesas, prepararlo, servirlo y cobrarlo, no tenga un contrato de trabajo real?
Aquí los eufemismos también juegan un papel importante: las empresas los llaman “colaboradores” no solo por una supuesta cultura corporativa, sino para que siempre esté claro que, en términos legales, no existe una relación laboral.
El tema de fondo es que hemos normalizado que todo valga para ahorrar costos laborales. Ya conocemos esta forma de operar: jóvenes que trabajan jornadas de 12 horas por un sueldo mínimo, trabajadores que se ven obligados a quedarse luego de su hora de salida sin pago adicional y otros que por campaña navideña no se libran de trabajar cuatro horas más al día porque tienen que “ponerse la camiseta”. En este baile, la melodía del “colaborador” suena una y otra vez para dar la sensación de pertenencia a algo más grande, donde el trabajador tiene que dar más de lo que le corresponde porque “es parte de una gran familia”. ¿Alguien se lo cree?
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