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El placer de aprender
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Un grupo de jóvenes padres es convocado con el fin de conocer las aulas donde sus hijos pasarán su primera experiencia escolar. Pronto los pequeños llegarán hasta las puertas del nido y, unos con seguridad y compostura, y otros con evidentes muestras de ansiedad, ingresarán al ancho y ajeno mundo de la socialización secundaria. La familia dejaría de ser la única referencia, la única realidad. Se sientan en las silletitas propias de todo centro de educación preescolar y escuchan las explicaciones de las futuras maestras de sus hijos. Revisan libros de cuentos con los que comenzarán a conversar acerca de la vida cotidiana; aprecian los diferentes materiales con los que trabajarán para ir ejercitando distintas habilidades; observan los instrumentos que servirán para aguzar sentidos, mejorar movimientos, estimular intelectos; y luego se pasean por los diferentes ambientes que contienen imitaciones de la realidad: cocinita, dormitorio, taller. Las profesoras proponen una actividad. Piden una lista con aquello que esperan que sus hijos obtengan de su experiencia en el nido. Los padres se miran unos instantes hasta que, como siempre, alguien comienza a hablar. Después de algunos minutos, la lista de expectativas ha crecido de manera respetable: estar preparado para leer y escribir, aprender los rudimentos de las matemáticas, adquirir independencia, saber tomar decisiones, ser estimulado tempranamente en el campo intelectual, y otras cosas por el estilo. Hasta que una pareja propone un disonante deseo: que goce en compañía de otros niños. Al principio, los miran con algo de extrañeza. Luego comienza un debate sobre la naturaleza de la educación preescolar. No todo el mundo está de acuerdo, pero básicamente se acepta que el placer es un elemento sin el cual ningún verdadero proceso de aprendizaje es posible. Es un signo de los tiempos que ni siquiera, cuando hablamos de niños de tres años, podamos recordar un principio tan básico del desarrollo humano.
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