Pierre Castro Sandoval
Pierre Castro Sandoval

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Recuerdo que cuando fui a dictar mi primera clase, hace apenas dos años, me había aprendido de memoria cada una de las frases, reflexiones y cosas chistosas que diría en el salón. También las tenía anotadas en una hoja bond que llevaba doblada en el bolsillo del jean por si se me olvidaban (o se me olvidaba el orden en que debía decirlas). Me había puesto mi larguísimo abrigo azul marino, no solo porque era invierno, sino porque tenía la idea de que un profesor de literatura debía lucir como Terry Grandchester cuando –desde la cubierta del crucero– va mirando el brumoso Océano Atlántico y piensa en Candy.

Llevaba impresos los cuentos que quería leerles y, además, traía una bolsita con seis merengues que acababa de comprar en una bodega al salir de mi casa. Los merengues, como mis nervios, se me venían haciendo migas en el morral. Los había comprado porque quería empezar la clase leyendo "Los merengues" de Julio Ramón Ribeyro y mi plan era ponerlos delante de todos mientras leíamos. Así ellos podrían experimentar la misma salivante desesperación que embarga a Perico cuando, aún con la plata en la mano, el panadero se niega a venderle los veinte soles de aquellos copos de nieve con los que él tanto había soñado.

Llegué al salón con mi vasito de café (porque así había visto que hacían mis profesores) y empecé la clase. Mentira. Llegué al salón y no había llegado ni mi vieja. Eran las 8 de la mañana. Me paseé entre las carpetas vacías. Abrí las persianas. Vi la avenida Salaverry y me puse a esperar. Fueron llegando de a poquitos. No conversé con los que iban llegando porque eso no estaba en el plan y alejarme del plan me daba miedo. Cuando tuve más de veinte recién les dije HOLA, cogí el plumón y anoté mi nombre en la pizarra como hacen los profesores de las películas gringas.

La clase estuvo buena, no solo porque varios no habían desayunado y los merengues les cayeron a pelo sino porque, además de mis planeadas frases, reflexiones y chistes sobre los cuentos que leíamos, tenía un ppt con 49 dispositivas que nunca me dejó titubear. Al terminar la clase, salí del salón y me fui volando a mi casa como Superman.

Dicté muchas clases como esa. Clases en las que mis alumnos se iban con varias cosas que contar sobre mí, pero yo no tenía nada que contar sobre ellos. Hasta que un día algo pasó. No recuerdo qué fue. Tal vez me quedé dormido sin preparar la clase, o en la bodega se les habían acabado los merengues, o se me olvidó el usb con las diapositivas. El hecho es que llegué al salón totalmente extraviado, aterrorizado, y lo único que se me ocurrió para que no se dieran cuenta de que no tenía una clase lista, fue improvisarla preguntándoles sobre sus libros favoritos y su impresión sobre los cuentos que leíamos.

Fue como haber estado encerrado en el camerino y de pronto salir y encontrarme con el circo. Un chico me dijo que cuando era chiquito su mamá le había regalado "Los viajes de Gulliver" y que después de leerlo vivió años revisando sus zapatillas antes de ponérselas para ver si no había algún liliputiense metido dentro. Una chica me dijo, después de que leímos "Atiguibas" de Ribeyro, que ella siempre iba al Matute y que nunca hubiese pensado que la literatura también pudiese tratar sobre fútbol. Otro me dijo que no sabía que en los cuentos se podía decir carajo. Les dije que en los libros se podían decir cosas mucho más salvajes, e hicimos un concurso para ver quién traía el libro con la lisura más brava. Los finalistas fueron "Pichulita" de Los cachorros de Vargas Llosa, una "guasamandrapa" en una capítulo de No se lo digas a Nadie de Baily y un "A mí qué chucha" en No me esperan en abril de Bryce. Pero finalmente ganó un pata que trajo En octubre no hay milagros de Reynoso. ¡Mire, profe! –me dijo- ¡Y encima es la última frase del libro! Leí en voz alta: ¡LA PUTA QUE LOS PARIÓ! Tenemos un ganador, señores.

Después les pedí que sacaran una hoja y contaran su recuerdo más bonito. Me enteré de que en el salón había mamás y papás, chicos que vivían en lugares de Lima que yo nunca había pisado. Descubrí además que para pagar la carrera, muchos de ellos tenían trabajos insólitos. Frente a mí encontré taxistas, barmans, croupiers, djs. Uno me contó que en el fastfood donde trabajaba había aprendido a armar una pizza en un minuto. Una chica me dijo que había trabajado en la boletería del circo de Timoteo y que un día lo vio ensayando sin disfraz y toda su infancia fue destruida.

¡Esas historias son únicas! –les dije, emocionado- escríbanlas! Y fue así, contando sus propias historias y no como yo lo había planeado en el syllabus, que fueron descubriendo el sentido de la literatura. El problema con esto, fue que al leerlos y escucharlos, fui conociéndolos. Y un día me di cuenta de que los Morales, Benites, López y Ramírez, se habían convertido en Brandon, Daniela, Humberto o Cristina. Les empecé a prestar libros que luego no me devolvían, ellos empezaron a contarme historias cada vez más íntimas en sus exámenes, y el colmo llegó hace un mes cuando dejé de hacer el análisis de un cuento en el que el personaje de la madre muere, solo porque mientras lo leíamos recordé que en el salón había un chico que tenía a su mamá grave en el hospital. Me metí mi análisis al culo y pasé a otro cuento.

Supe que, más que tener clases preparadas, tenía que estar preparado para lo inesperado. Que habría días en que les aburriría el cuento que yo llevase y que tendría que construir el debate a partir de sus críticas. Y creo que me fui adaptando bien. Sin embargo, a lo que todavía nunca llego preparado, es a esa clase final, cuando después de entregarme su examen me dicen ¿eso es todo? ¿ya no nos vamos a ver?. Y yo, para joder y no ponerme triste, les digo: bueno, si quieres te mando la bica. ¡Nooo, prossor! responden, riendo. Entonces me pongo de pie y les estrecho la mano o los abrazo, y luego los veo cruzar esa puerta por la que han entrado 14 veces hacia mí. 14 semanas. Y adiós.

A veces nos cruzamos por los pasillos al ciclo siguiente. Y cuando vienen sonrientes a saludarme, yo me acuerdo de cada historia que me contaban en sus exámenes. Pichulada y media. Y aunque a veces también los veo y pienso ¡devuélveme mi libro, pendejo!, la mayoría de veces ese cruce de miradas es un descubrir que las historias que leíamos en clase nos han unido para siempre, y hay un agradecimiento mutuo y hondo, y algo que ya Rafo Ráez dijo mejor en una canción: Cuánto de mí es solo tu voz encarnada en mí.

TAGS RELACIONADOS