Pequeñas f(r)icciones: “Y de repente...la vacancia”

El siguiente texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
Pedro Castillo (Foto: archivo)

Estaba sonriendo, nadando en un mar azul entibiado por las lejanísimas lenguas del sol cuando, de súbito, el astro mayor empezó a empalidecer, a perder color; rápidamente el frío quebró la piel que lo cubría mientras el cielo oscureció con la velocidad de un eclipse. El presidente Pedro Castillo no pudo contener el miedo cuando el agua se tornó oscura y espesa, como sangre apenas coagulada. Entonces, escuchó el sonido de su celular, desde un lugar indeterminado, como venido de otro mundo. Despertó de la pesadilla, emergiendo de las sábanas con fuerza, como si acabara de revivir, tanto que el sacudón de la cama hizo que la primera dama, Lilia Paredes, abriera los ojos.

-¿Qué pasa, Pedro? ¿Qué hora es?

Castillo no pudo responder. Ni siquiera pudo hablar durante los siguientes segundos. Acababa de revisar la pantalla del celular. No había sido una llamada. Era un mensaje de su abogado, Benji Espinoza.

“Vacancia aprobada entre gallos y medianoche. Fiscalía ya pidió prisión preventiva contra usted y la primera dama. Poder Judicial ya habría aprobado el pedido. Las posibilidades de escapar se reducen cada minuto. Lo llamo en breve para recogerlo de Palacio. Vaya ligero de equipaje”.

-Pedro, te estoy hablando -dijo la primera dama, ya más despierta-. ¿Qué pasa? ¿Por qué tienes esa cara de velorio?

-La vacancia, Lilia -dijo, por fin articulando palabras-. Tenemos que irnos cuanto antes. Empaca rápido. Solo lleva una maleta.

La primera dama se incorporó de golpe y quedó sentada en la orilla de la cama. No podía -ni quería- creer lo que acababa de escuchar.

-¿Y los niños? -preguntó.

-No sé -dijo Pedro- pero de momento es más seguro dejarlos aquí. Con ellos no se van a meter y después nos darán el alcance.

-Ya, pero yo te preguntaba por los otros niños, los del Congreso. ¿Qué pasó con ellos?

-No sé -respondió Castillo, mientras sacaba de un cajón un par de calzoncillos y un paquete sellado de medias.

-¿Cómo que no sabes? Tú me aseguraste que el Congreso nunca te iba a vacar, que no tenían los votos.

-Lo sé, lo sé -dijo el presidente, mientras se agachaba debajo de la cama, para buscar sus sandalias-. No sé qué habrá pasado, pero pasó. Ahora lo que tenemos que hacer es huir.

-Todavía no puedo creer la traición de los niños -dijo la primera dama.

-La política es así. Llena de traidores y corruptos.

-Bueno, lo de corruptos se entiende, pero la traición es imperdonable.

-Lilia, escúchame. Necesito que te concentres. Es hora de irnos. Benji ha sido muy claro. Podrían venir por nosotros en cualquier momento.

La esposa del presidente se levantó y empezó a vaciar los cajones del tocador, del velador. Castillo hizo lo mismo con los suyos, con los que les había faltado revisar.

-Mira, Pedro -dijo.

El presidente volteó. Una sonrisa se dibujó en su rostro. La primera dama había encontrado una de sus fotos de pareja más antiguas y se la mostraba, emocionada.

-¿Te acuerdas, Pedro? En ese entonces no teníamos nada.

-Me acuerdo. Ni una licitación.

El celular de Castillo interrumpió el momento. Era una llamada de su abogado.

-Señor presidente, ¿ya están listos? Estoy afuera con el auto. Por favor, dense prisa. No me vaya a pescar la Policía.

-¿No me digas que ya nos están buscando?

-No, es que estoy mal estacionado.

Dos minutos y 30 segundos después, en la madrugada fría e inclemente, Pedro Castillo y Lilia Paredes salieron por la puerta trasera de Palacio de Gobierno, con solo dos maletas reventando de ropa y pertenencias. Luego subieron en la parte atrás del vehículo que los esperaba. Al volante se encontraba el propio Benji y, como copiloto, un agente de seguridad.

-¿Qué pasó, Benji? -preguntó Castillo, apenas el abogado pisó el acelerador.

-¿Cuál de los niños nos traicionó? -preguntó a su turno la primera dama.

Benji, aferrado al volante, parecía no haber escuchado las preguntas. Con la mirada al frente, siguió acelerando ante la ausencia de tráfico.

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-Señor presidente, primera dama -dijo al cabo de unos segundos-, permítanme darle los detalles cuando estemos a salvo.

-¿A dónde vamos? -preguntó Castillo.

-No se preocupe. Es un lugar que conocen muy bien.

A esas horas, el ronquido del motor parecía ser lo único que se escuchaba en el Centro de Lima. Cada jirón por el que avanzaban era una franja libre, un río de cemento gris, desolado. Pasaron a gran velocidad al lado de una iglesia y luego siguieron por un túnel de oficinas, negocios y locales dormidos. Ansiosa, la primera dama se acercó al rostro del presidente, como si con ello tuvieran un espacio de privacidad.

-Dile que te diga a dónde vamos.

-Pero Lilia -dijo y con la mirada quería indicarle que Benji la estaba escuchando-. Hay que calmarnos. Confía en él.

-Yo no confío en nadie.

El vehículo desembocó en una avenida más amplia. Luego, volvió a ingresar a un laberinto de calles y jirones desiertos. Minutos después, ingresó por una calle bastante conocida por la pareja presidencial, tal y como Benji les había anticipado. Sin embargo, cuando el auto se detuvo exactamente en el mismo lugar de dónde los habían recogido, los rostros del presidente y de la primera dama distaban mucho de estar tranquilos.

-Bueno, aquí es -dijo Benji.

Castillo y su esposa, extrañados, se quedaron viendo un par de segundos.

-¿Qué clase de broma es esta? -preguntó la primera dama, a punto del desborde.

-Benji -dijo el presidente con la mayor severidad posible-. ¿Qué pasa? ¿Por qué nos traes de regreso a Palacio? ¿Tú también te has vuelto un traidor?

Benji volteo y alzó las manos, como si se estuviera rindiendo.

-Cálmense y escúchenme, nadie los está buscando.

-¿Cómo? ¿Y la vacancia? -preguntó Castillo.

-No hay ninguna vacancia.

El silencio ocupó el vehículo durante unos instantes. Luego, como si fuera una maquina recién encendida, la primera dama lanzó sus brazos al cuello del abogado. Castillo y el agente de seguridad tuvieron que hacer un gran esfuerzo para que Benji vuelva a respirar con normalidad.

-A ver, Benji -dijo Castillo, sin bajar ni un escalón su molestia-. ¿Qué fue todo esto?

-Un simulacro, señor presidente. Un simulacro de vacancia. ¿Recuerda que le mencioné que estaba pensando en nuevas maneras de estar preparados para cualquier eventualidad?

-Algo así. Pero nunca mencionaste lo del simulacro.

-Claro que no. Si lo hacía, no hubiera funcionado.

-Tú, que dices ser un gran abogado -dijo la primer dama-, dime, ¿a qué inútil se le puede ocurrir hacer un simulacro sin decir que es un simulacro?

-A su esposo.

-¿A mí?

-Claro, señor presidente. ¿Recuerda que luego del simulacro de sismo, usted me dijo que seguro hubiera funcionado mejor si la gente creyera que fuera real?

-Sí, es verdad. Eso dije.

La primera dama miró, indignada, a ambos. Luego bajó del auto sin despedirse e ingresó a Palacio de Gobierno.

-Benji -dijo el presidente, todavía en el auto y con las maletas a sus pies-, si tienes otra idea de estas, avísame antes.

-Mmm, entonces mejor le pregunto de una vez.

-¿Qué cosa?

-¿El simulacro de prisión preventiva lo cancelo?

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