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Pequeñas f(r)icciones: Urresti y el último asalto

A menos de tres semanas para las elecciones regionales y municipales, Lima, la tres veces coronada villa, la tantas veces saqueada –y bolsiqueada– Ciudad de los Reyes, tiembla, aterrada, ante la nube gris que nubla su destino. De acuerdo a recientes encuestas, Daniel Urresti, candidato contumaz y todoterreno, sería el próximo burgomaestre de la capital del país. Que, tal como ocurrió con sus principales contendores, haya decidido que su sueño era ser alcalde de Lima, apenas sus aspiraciones presidenciales quedaron sepultadas, es, desde luego, una casualidad.

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A menos de tres semanas para las elecciones regionales y municipales, Lima, la tres veces coronada villa, la tantas veces saqueada –y bolsiqueada– Ciudad de los Reyes, tiembla, aterrada, ante la nube gris que nubla su destino. De acuerdo a recientes encuestas, Daniel Urresti, candidato contumaz y todoterreno, sería el próximo burgomaestre de la capital del país. Que, tal como ocurrió con sus principales contendores, haya decidido que su sueño era ser alcalde de Lima, apenas sus aspiraciones presidenciales quedaron sepultadas, es, desde luego, una casualidad.
En la esquina de uno de los distritos más populares de la ciudad, el candidato de Podemos Perú acaba de llegar. Mira su reloj y hace una mueca de fastidio: esta vez ha llegado demasiado temprano. Curtido en estas lides, Urresti sabe bien que el buen candidato debe llegar algo tarde a sus actividades, lo justo para que parezca –y aparezca–, asombrado, al ver –¡quién se lo hubiera imaginado!– que tantos seguidores lo están esperando. No importa si la mayoría de veces, muchos de los que lanzan arengas a favor de él, mañana, en otro escenario, y con otra tarifa, serán los mismos que lo fusilen a insultos. Gajes de las portátiles. Sin embargo, lo que el general desconoce es que será, para su pesar, una jornada inolvidable.
Urresti, entonces, mira a los alrededores. No quiere saludar, quiere que lo reconozcan, pero nada. Apenas si flotan las siluetas de un puñado de transeúntes. En cualquier momento debe aparecer su asistente, el encargado de dirigir el primer pasacalle de la jornada. De pronto, a lo lejos, lo reconoce. Su rostro todavía no es distinguible, pero el andar trabajoso es casi único.
-General -dice el asistente, extrañado- ¿qué hace usted aquí solo? ¿Y su chofer?
-Al chofer le dije que vaya a buscarte.
-Se ha confundido de hora. Ha venido más temprano.
Urresti asiente.
-Sí, sí, ya sé.
El asistente saca el celular del pantalón y mira la pantalla.
-La gente debe estar llegando en unos minutos. Hagamos algo. Llame al chofer que venga a recogerlo y regresan apenas lo llame, cuando esto ya esté hirviendo de gente.
El candidato de Podemos Perú muestra una sonrisa.
-Tengo una mejor idea. Voy a ir por ese pasaje, luego le doy vuelta al parque que está aquí junto y vuelvo. Siempre es bueno palpar el sentir de la gente.
El asistente imita la sonrisa de Urresti. Todos los candidatos tienen un ego complicado, con el que hay que saber convivir, aprender a negociar.
-Yo le recomiendo que llame al chofer.
-No, ya está. Me voy. Regreso en 10 minutos. Espero que cuando vuelva esto esté reventando de gente.
-No se preocupe, general. Ya todo está en camino.
Urresti da la vuelta y empieza a caminar. Una señora, que está echándole agua a la entrada de su pequeño restaurante, lo ve y lo saluda. El candidato se acerca, le dice algunas palabras sobre la seguridad ciudadana, le señala el símbolo del partido que lleva en su polo y continúa su andar. El asistente lo ve caminar unos metros, observa que da unos pasos más hasta que entra al pasaje y lo pierde de vista.
En los siguientes minutos, tal como lo había coordinado el asistente, empieza a poblarse el lugar. Llegan grupos caminando con ellos, el barullo, las arengas, los gritos, primero con frases superpuestas, luego ya más ordenadas. Algunos militantes empiezan a repartir polos y pancartas de todo tipo y tamaño. Cuando el chofer regresa, el asistente, todavía tranquilo, le pide que vaya con el auto a buscar a Urresti. Que lo traiga de una vez. Cada minuto era dinero perdido.
Pasaron 15 minutos más y el dinero siguió perdiéndose. El asistente, con la respiración acelerada, se pregunta a dónde puede haber ido el candidato. Mientras tanto, las arengas siguen incansables y la gente mira hacia todos lados, esperando que Urresti aparezca.
Entonces, entre las figuras humanas más alejadas, y como si hubiera surgido de un fondo falso, la silueta del general aparece. Cuando se acerca más y todos lo reconocen, los vítores con su nombre se multiplican. Urresti sostiene, a duras penas, una sonrisa falsa, a la que se le notan los hilos. El asistente comprende que algo le ocurre. Camina rápido para darle el encuentro y lo lleva hasta el interior del auto. Una vez sentado, antes de que le pregunten, Urresti habla.
-Me robaron -murmura.
El asistente abre más los ojos.
-¿Qué? ¡Le robaron!
-Habla bajo, ¿quieres? -dice Urresti-. Nadie debe enterarse.
-Perdone, es que no lo puedo creer. ¿Cómo así?
Urresti da un largo suspiro.
-Vi otro pasaje. Entré y tres tipos me empujaron contra la pared.
-¿Tres tipos?
-De repente fueron cuatro. No me acuerdo bien.
-¿Y qué le robaron?
-Mi celular y mi billetera. Todo lo que tenía.
-Hizo bien en no resistirse, general. La delincuencia ya no respeta a nadie. Ni siquiera a…
-…los políticos.
-Iba a decir: a los viejitos.
El rostro de Urresti se arruga por un instante. En tanto, afuera las arengas se mantienen, pero un clima de incertidumbre va creciendo.
-Escúchame bien -dice el general al asistente-. Esto queda aquí nomás. Esto no ha pasado. ¿Me entiendes?
-Pero usted actuó bien. Es mejor no resistirse.
-Lo sé, pero te imaginas si la gente se entera de que me han robado. A mí, que siempre digo que yo mismo voy a terminar con la delincuencia.
Una luz parece iluminar el rostro del asistente.
-General, lo que también podríamos hacer es darle vuelta a la noticia. Podríamos decir que usted se enfrentó a los asaltantes. ¿Cuántos me dijo que eran?
-Cinco, creo, ya no me acuerdo.
-Ahí está. Decimos que fueron seis.
-No -dijo Urresti-. Es más fácil negar algo que inventarnos toda una historia.
Un vaso de agua y algunos minutos después, Urresti ya está recuperado del todo. Se incorpora a la actividad, esboza una sonrisa renovada y se comporta como el candidato ducho, de manual. Reparte saludos, besos y abrazos. Acaba de devolver un niño a los brazos de su madre, cuando Urresti queda congelado. Le basta con ver la mirada derrotada de su asistente para entender que nada bueno está pasando.
-General -dice el asistente-. Alguien grabó justo cuando lo asaltaron. El video ya está en las redes sociales. Se ha vuelto viral.
-¿En serio?
-Sí, y no eran cuatro. Era uno.
-Tres, dos, uno. No me acuerdo.
-Nos fregamos, general.
-Pero una cosa no tiene que ver con la otra. ¿Qué querían? ¿Que me pelee con el ladrón?
-No, no es eso, pero ya sabe cómo son las redes. Ahora todos se preguntan cómo usted va a terminar con la delincuencia.
-¿Terminar con la delincuencia? ¿En serio? -dice Urresti y luego, lleno de indignación, pregunta- ¿Acaso no saben que esa es tarea de la Policía?