Pequeñas f(r)icciones: El malo, el feo y el tonto

El siguiente texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
"Condori sonríe a sus anchas. Luego, sin bajar la intensidad de su alegría, los invita a pasar. Torres y Castillo se sientan en uno de los muebles y el doctor frente a ellos. Luego de unos minutos, los tres hombres están bebiendo del mejor licor de la casa".

Los dos hombres descienden de sus caballos, los amarran al madero que está al final de la calle principal del pueblo y entran a la cantina. Apenas ingresan, un aire gastado, como mil veces respirado, les golpea el rostro. En medio del bullicio, y su fiel compañero Aníbal Torres sortean las mesas y llegan hasta la barra. El cantinero, un hombre de pocas palabras y pocos modales, los aborda en el momento en que ellos se quitan los sombreros.


-¿Qué les sirvo? -pregunta el cantinero.

-Estamos buscando al doctor del pueblo -dice Castillo.

-Aquí todo el que entra consume -insiste el cantinero.

-No nos vendría mal un par de tragos -dice Castillo, mirando a Torres.


El cantinero sirve los vasos y los pone frente a ellos.


-¿Y ustedes de dónde son?

-Somos del pueblo de Perú -dice Castillo-. Él es Aníbal Torres, mi asistente.

-Y él es Pedro Castillo, nuestra máxima autoridad y el pistolero más rápido de todo el Lejano Oeste.

-Bueno -dice Castillo-, soy rápido, pero no sé si sea el más rápido.


De pronto, el cantinero retrocede, mirando atrás de ellos. Un ruido de sillas hizo que Castillo y Torres voltearan. Entonces lo ven. El hombre que acaba de ponerse de pie lleva un sombrero marrón y pantalones negros. Sus brazos caídos dejan las manos a la altura del cinto, a centímetros de ambos revólveres.


-Me parece o aquí alguien dice ser el más rápido de todo el Oeste.

-De todo el Lejano Oeste -corrige Torres.


Castillo pasa saliva y le da una mirada asesina a Torres.


-Bueno -dice Castillo- yo no diría tanto.

-¿Por qué no vamos afuera y lo averiguamos?


De súbito, se escucha que del grupo de donde estaba el hombre, le gritan: “Tirofijo”. El hombre, fastidiado, da un suspiro y voltea.


-¿Qué pasa, carajo?

-Tenemos que irnos ahorita. Si no, vamos a llegar tarde al trabajito del banco.


Tirofijo vuelve la mirada a Castillo.


-¿Cómo me dijiste que te llamabas?

-Se llama Pedro Castillo -dice Torres, ante el silencio de Castillo.

-Pedro Castillo, te salvaste por esta vez. Pero si te vuelvo a ver…ya sabes.


Media hora después, Castillo y Torres ya están frente a la casa del doctor del pueblo. Ante un leve asentimiento de la cabeza de Castillo, Torres empieza a tocar la puerta. Ante ellos, aparece la figura regordeta de Hernán Condori, un hombre de mediana edad, con escaso cabello y una mirada tranquila.


-¿Quiénes son ustedes? -pregunta, mientras observa a los alrededores.

-Yo soy Pedro Castillo, autoridad máxima del pueblo de Perú.

-¿Perú? Yo tengo un compadre por allá.

-Claro -dice entusiasmado Castillo-. Vladimir Cerrón.


Condori sonríe a sus anchas. Luego, sin bajar la intensidad de su alegría, los invita a pasar. Torres y Castillo se sientan en uno de los muebles y el doctor frente a ellos. Luego de unos minutos, los tres hombres están bebiendo del mejor licor de la casa.


-Usted es médico, ¿verdad? -pregunta Castillo.

-Claro que sí.

-Ya ves, Aníbal. Es médico.

-Ah, bueno. Por un momento me preocupé -dice aliviado, luego, mirando a Condori-. ¿Y tiene alguna especialidad?

-Sí, aguarracimólogo.

-Por Dios, ¿y qué es eso?

-Es que soy especialista en agua arracimada.


Torres mira a Castillo y él le devuelve la misma mirada de extrañeza.


-Les explico. Un vasito diario de agua arracimada y se detiene la vejez. Espérenme un ratito, le voy a traer una botella para que vean.


Ni bien Condori sale de la sala, Torres habla en voz baja.


-Pedro, este tipo es un charlatán.

-Pero parece buena gente.

-¿Y eso qué importa? ¿Vas a dejar que este tipo se encargue de la salud de nuestro pueblo? ¿De nuestras familias? ¿De nuestros hijos?

-Claro que sí.

-Pero no entiendo. Pensé que habíamos viajado hasta aquí porque íbamos a reclutar a una eminencia.

-No me queda alternativa. Cerrón me dijo que Condori era el indicado.

-Pedro, yo entiendo que necesitas el apoyo de Cerrón, pero ¿qué puede más? ¿La salud de la gente o la estabilidad de tu cargo?

Acuérdate que también se trata de tu estabilidad.


Torres respira profundo y se reacomoda en el asiento.


-Bueno, al menos parece buena gente.


Cuando Condori regresa, les muestra las diversas presentaciones de su producto mágico. Además, le regala a Castillo un pequeño librito en que no solo se menciona al agua arracimada, sino también, entre otras, las algas eternas, el sebo cósmico y las larvas doradas.


Con la propuesta ya aceptada, y después de pasar la noche en casa de Condori, Castillo y Torres se despiden. Ambos se subieron a los caballos cerca del mediodía y comenzaron a cabalgar. Al pasar por el pueblo, el sonido de un balazo los paraliza. Cuando voltean a ver, ahí está Tirofijo, tal como lo habían sospechado. Escoltado por otros dos pistoleros, este le habla a Castillo, sin apuro.


-¿Por qué no bajas y nos batimos de una vez?


Castillo, todavía sobre el animal, empieza a temblar.


-Yo encantado, pero mi doctor me ha prohibido batirme a duelo.

-¿Vas a bajar o te bajo de un balazo?

-Mejor yo bajo.


Castillo desciende trabajosamente del caballo. Torres hace lo propio.


-Bueno, ya está -dice Tirofijo tomando distancia y poniéndose frente a Castillo-. A la cuenta de 10.

-¿Quién va a llevar la cuenta? -pregunta Castillo.

-Si quiere, la llevo yo -interviene Torres.

-No, no -dice Tirofijo-. Cada uno lleva la cuenta. ¿Hace cuánto que no te bates a duelo?

-Mmm. Hoy es domingo, ¿verdad? Mmm, nunca.

-¿Nunca? -pregunta Tirofijo.

-¿En serio? -interviene Torres.

-¿Y cómo dices ser el pistolero más rápido del Lejano Oeste?


Castillo cae de rodillas.


-Ya, está bien. Lo admito. Es mentira. Todo es una mentira. Soy un fiasco.


Tirofijo mira a sus compañeros y estos levantan los hombros. De pronto, apunta a Castillo y le dispara en el pecho.


-Vamos, muchachos -dice Tirofijo-. Estamos perdiendo el tiempo.


Tirofijo y sus compinches se suben a sus caballos y parten sin mirar atrás, como si lo ocurrido no tuviera relación con ellos. Algunos curiosos se asoman por las ventanas, mientras otros salen de la cantina.


Echado y con las manos presionando su pecho, Castillo parece murmurar algo. Cuando Torres, de rodillas a su lado, quiere ver la gravedad de la herida, queda enmudecido. En su mente, agradece al cielo, al señor o a quién estuviera de turno. La bala brillante de Tirofijo se había incrustado en el pequeño libro de Condori.


-Condori me salvó la vida -dice Castillo-. ¿Quién lo diría?

-Sí -dice Torres-. Debe ser la primera que salva.

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