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Pequeñas f(r)icciones: El ‘Chibolín’ que yo conocí

"Todo parecía ir bien hasta la noche en que ‘Chibolín’ puso pies en la Tierra, más precisamente en un set de televisión, y dejó entrever, en una especie de confesión involuntaria, el origen de su fortuna". 

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foto fricciones
"Debo indicar, eso sí, que ‘Chibolín’ nunca me contó nada sobre sus negocios".
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Cuando un personaje como Andrés Hurtado, peor conocido como ‘Chibolín’, se convierte en el epicentro de un megasismo político, judicial y social, es momento de poner las barbas —o lo que se tenga a la mano— en remojo. Sin embargo, antes de pontificar y empezar a señalar a los buenos, los malos y feos, me veo en la ingrata necesidad de vomitar una verdad que, dadas las circunstancias, podría considerarse casi inconfesable: yo conocí a ‘Chibolín’.

Hace alrededor de tres meses, una amiga —no te preocupes, no mencionaré tu nombre— me preguntó si quería convertirme en un escritor fantasma. Lo de escritor sí me interesaba, pero aquello de fantasma ya me entusiasmaba menos. En el acto, me describió cuál era la tarea: tenía que escribir un libro por encargo sin que aparezca mi nombre. Me explicó que, en esencia, se trataba de darle forma, es decir, poner en blanco y negro las memorias, recuerdos y experiencias de un conocido personaje. “Cuando sepas de quién te hablo, te vas a reír”, me dijo. En seguida, le pregunté de quién se trataba, pero movió la cabeza a los lados. “No”, me advirtió, “no te lo puedo decir. A no ser, claro, que aceptes el trabajo”. Con todo el cariño del mundo y, para qué negarlo, con cierta pose, le dije que lo sentía, pero que no era mi estilo aceptar un trabajo a ciegas. “¿Y desde cuándo tienes estilo?”, me dijo la muy condenada.

Para abreviar la historia, luego de un par de diálogos más, mi amiga enmudeció unos segundos y, de súbito, me lanzó la cifra mágica, es decir, la cantidad de dinero que iba a recibir si me embarcaba en dicha aventura. Nunca había dejado que el vil metal me empuje a tomar una decisión, pero siempre hay una primera vez. Y así, de golpe, ante tan suculento estipendio, mis reparos —tampoco hay que ser radical— se esfumaron. Entonces, acepté. Acepté dos veces, ya saben, para que no queden dudas.

La cita ocurrió un martes a las 10 de la mañana. Llegué cinco minutos antes al departamento ubicado en el centro empresarial de Miraflores. Me sorprendió que el mismo ‘Chibolín’ me abriera la puerta. Estaba vestido tal y como si estuviera en unos de sus programas sabatinos. Apenas ingresé un indescifrable olor a incienso me abrazó y no me abandonó, incluso, hasta varios minutos después de haber salido del lugar. Casi al mismo tiempo de recibir ese aroma, una suerte de resolana dorada casi me cegó. Había toda clase de muebles, repisas, mesas y sillas amarillas o bañadas —más bien, dañadas— en oro o en algo parecido. Sumado a ello, eran incontables los pedazos de pan de oro incrustados en los objetos y rincones menos pensados. ‘Chibolín’ me saludó con mucha gravedad y me condujo a la sala. Antes de llegar a ella, me topé con un par de animales disecados y una araña de luz que —no sé por qué, quizá por su excesivo tamaño— sentía que iba a caer sobre mí en cualquier momento. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue el celestial piano blanco de cola que iluminaba —como si faltara más brillo— todo el departamento.

Nos sentamos en dos de estas sillas doradas y quedamos frente a frente. “Así que tú eres el fantasma”, me dijo. “Sí”, le respondí, con una media sonrisa, y luego agregué: “le agradezco la confianza”. Sus labios se contrajeron, como si hubiera sentido un sabor desagradable: “No te adelantes. Todavía no te tengo confianza”. Entonces, me preguntó sobre mi colegio, la universidad, mis pasatiempos y mis metas. Yo, sin salir de mi extrañeza, le fui respondiendo con mayor o menor rigurosidad, según el caso. Tras algo más de una hora de conversación, ‘Chibolín’ dio por terminado el encuentro. Parecía un terapeuta que acababa de finalizar una sesión. Un par de minutos después yo ya estaba abajo, en la calle, comprándome un Trident en la tiendecita del frente.

Ni bien pude, llamé a mi amiga para contarle. “No te preocupes”, me quiso tranquilizar, “así hace siempre. Le gusta conocer la vida personal de la gente que trabaja con él”. “Pero yo no trabajo con él”, le refuté. “Bueno”, me aclaró, “pero trabajas para él, que es lo mismo”. Su respuesta me sumió en el silencio. A esas alturas no sabía si ella tenía razón. Y, la verdad, ya daba igual. “¿Y para cuándo te ha vuelto a citar?, me preguntó.

Jueves por la mañana. ‘Chibolín’, siempre impecablemente vestido, me explicó, sin que se lo pidiera, la razón del libro. “Quiero lanzarlo como preámbulo a mi campaña presidencial. Porque yo voy a ser presidente”, me anunció. Luego, me llevó a la terraza. “Este es mi país y me necesita”, me dijo ante la vista panorámica de la ciudad. Luego, abrió los brazos, como si fueran alas y me preguntó: “¿Me entiendes?”. Y yo no entendía nada. “¿Me entiendes?”, me repitió y agregó, “porque si no me entiendes la cosa no va a funcionar”. Y tenía razón. La cosa, es decir, mi trabajo, el libro, el pago, todo eso, parecía que no iba a funcionar. En ese instante, casi convencido de que mi carrera de escritor fantasma había terminado antes de empezar, le lancé, sin tamiz alguno, lo que me salió desde adentro: “Lo único que puedo entender es que usted es un ser completamente alucinado”. ‘Chibolín’ me miró, abrió los ojos como dos discos y puso una enorme sonrisa en su rostro. Entonces, con los brazos todavía en posición de vuelo, se acercó y me dio un fuerte y rotundo abrazo.

Los siguientes dos meses, a razón de una vez por semana, acudí a escuchar, grabar y tomar notas de la vida de este personaje tan difícil de clasificar, tan complejo de entender. No solo pude documentar su gusto por el exceso, el oropel y la absurda ostentación, sino también su misteriosa, y siempre bajo sospecha, creencia extraterrestre. “Yo me considero de otro planeta”, me dijo, de golpe, “y cuando llegue el gran día y bajen de sus naves mis Hermanos Superiores, solo se salvarán los que creyeron en mí”. Y casi le creo.

Todo parecía ir bien hasta la noche en que ‘Chibolín’ puso pies en la Tierra, más precisamente en un set de televisión, y dejó entrever, en una especie de confesión involuntaria, el origen de su fortuna. El proyecto editorial, desde luego, encalló sin remedio, así como la esperanza de cobrar por lo avanzado.

Debo indicar, eso sí, que ‘Chibolín’ nunca me contó nada sobre sus negocios. Recuerdo que cuando le pregunté sobre su boyante economía, me contestó: “Es lo menos que me merezco”. De todas formas, en aras de colaborar con la justicia, estoy en la mejor disposición de entregar el texto y las grabaciones a las autoridades correspondientes. Y a muy buen precio. 

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