"Preocupado porque, de un momento a otro, su futuro ha quedado atado a la agenda y los humos papales, el premier sale de Palacio de Gobierno. Cruza la pista, llega al bar Cordano y pide un café. De golpe, una luz de esperanza lo alcanza: el fútbol".
"Preocupado porque, de un momento a otro, su futuro ha quedado atado a la agenda y los humos papales, el premier sale de Palacio de Gobierno. Cruza la pista, llega al bar Cordano y pide un café. De golpe, una luz de esperanza lo alcanza: el fútbol".

El presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, se encuentra sentado en la antesala del despacho presidencial. A un lado de él, golpeando las teclas de la computadora, la secretaria de la presidenta Dina Boluarte luce concentrada en el monitor.

—Señorita, una consulta —dice Otárola, tratando de elegir bien sus palabras—. ¿Pasa algo con la presidenta?

La secretaria arruga la nariz y deja de teclear. Luego, como si fuera un movimiento que le costara una enormidad, mueve la cabeza hacia el premier.

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si le ocurre algo a la presidenta. Antes de venir la llamé un par de veces.

La mujer da un largo suspiro.

—Mire doctor, no lo escuchó de mí, pero la presidenta está que echa chispas.

Los ojos de Otárola se abren y el marco de sus lentes se elevan a la vez.

—¿Y eso por qué?

—Porque han cortado el agua aquí en Palacio.

—No puede ser. Yo vengo directo de mi casa.

—Parece que justo cortaron cuando la presidenta se estaba bañando y su cabello…

—Bueno, yo vengo con buenas noticias.

En ese momento, empieza a sonar el teléfono de su escritorio. Contesta la llamada. Dice un par de monosílabos y, en seguida, cuelga.

—Ya puede pasar, doctor.

El premier se levanta. Mira de reojo a la secretaria y camina hacia el despacho presidencial. Tiene el mismo andar mecánico, casi automático de aquellos reos que están siendo llevados al cadalso. Al ingresar, comprueba lo dicho por la secretaria. La presidenta se encontraba de inocultable malhumor.

—Perdone, pero, ¿pasa algo? —pregunta Otárola.

Boluarte se rasca ligeramente la cabeza.

—Mira mi cabello.

El premier se inclina hacia adelante.

—Yo lo veo bien.

—Está terrible. Y todo por el corte.

—El corte de cabello.

—No, Alberto. El corte de agua. Tú sabes lo que es que la espuma del champú se te seque en el cabello.

—No, no sé, señora presidenta.

—Es lo peor. Alguien tiene que asumir esa responsabilidad. Y ese tiene que ser el jefe de Sedapal.

—La entiendo, pero no por eso vamos a despedirlo.

—¿Por qué no? Despídelo. ¿O acaso él me va a arreglar mi cabello?

—No creo que nos convenga hacer eso. Mucho menos ahora.

—Ya, está bien. No lo despidas, pero llámalo. Reclámale. Que sepa quién manda en este gobierno.

—¿Y ese vendría a ser…?

—Yo, pues, quién más.

—Claro, claro usted.

Entonces, el premier se pone de pie. Mientras empieza a caminar, saca su celular y llama.

—¿Aló? ¿Jorge? Cómo estás, hermano. Sí, soy Alberto Otárola. Mira, te estoy llamando desde el despacho presidencial. ¿Cómo? Ah, sí, sí, yo le mando tus saludos a la presidenta. Mira, hermano, lo que pasa es que tenemos un problema. Tú nos dijiste que no iba a haber corte aquí en la zona de Palacio, pero resulta que no tenemos agua. Y yo te llamaba para que…¿Cómo? ¿Estás seguro? Ah, ya, claro. Entiendo. Eso debe ser. Listo. Todo arreglado entonces. Chau.

—¿Qué pasó, Alberto? ¿Por qué no lo regañaste?

—Porque en verdad no fue su culpa. El corte no fue programado.

—¿Entonces por qué cortaron el agua?

—Por falta de pago.

Boluarte se pasa la mano por el rostro.

—Esto es el colmo. Nadie puede creer que esto esté pasando.

Otárola carraspea.

—Pero no se preocupe, señora presidenta. Más bien, como le decía, le traigo buenas noticias. Le cuento que el Congreso aprobó su viaje a Europa.

Una sonrisa abierta y franca surgió en el rostro de Boluarte.

—Vaya, Alberto. Qué buena noticia me das. ¿Sabes algo? La visita que más espero y la que me hace más ilusión es la del papa.

Una pequeña vena empezó a latir en la sien derecha de Otárola.

—¿La visita al papa?

—Sí —dice Boluarte, todavía sonriente—. Ya viste que algunos medios estuvieron poniendo en duda que el santo padre me reciba. ¿Te imaginas? ¿Cómo si fuéramos tan torpes de anunciar una visita oficial al Vaticano sin tenerla ya confirmada?

Ahora el ojo izquierdo del premier empezó a pestañear al ritmo de la vena saltarina. Se vuelve a reacomodar los lentes y carraspea un par de veces.

—Señora presidenta, hay algo que debe saber.

—Dime, Alberto.

—Bueno, mire, la Cancillería hizo todos los llamados necesarios. Yo mismo he estado monitoreando el tema de la visita al papa.

—Lo sé, Alberto. Yo te pedí que lo hicieras.

—Claro, lo recuerdo.

—¿Qué es lo que debo saber? ¿Hay algún problema con la visita al papa?

—Solo uno.

—¿Cuál?

—El papa no sabe que usted va a ir.

Las facciones de Boluarte se agravaron de golpe, como si acabara de probar algo de sabor muy amargo.

—Alberto —dice Boluarte, casi atildando cada sílaba—. Tú me dijiste que no había problemas con el viaje.

Otárola puso sus manos con las palmas arriba. Parecía estar a punto de rezar, o pedir clemencia. O ambas.

—No, señora presidenta. Yo le dije que todo lo del viaje al Vaticano ya está arreglado, pero no le dije nada del papa.

—¿Puedes decirme qué vamos a hacer si el papa no me recibe?

—Hay que tener fe —dice Otárola.

—Qué tiene que ver la fe aquí —dice Boluarte—. Estamos hablando del papa. Olvídate de la fe.

El premier achina los ojos y se alza de hombros.

—Vamos, Alberto. Tú sabes a lo que me refiero.

—Sí, no se preocupe. Mire, le prometo que voy a poner todo mi empeño en que se concrete su audiencia con el papa.

Boluarte asiente. Trata de contenerse, pero no puede evitar volverse a rascar la cabeza.

—Ahora, claro está —continúa Otárola—, si por algún motivo de fuerza mayor…

—No, Alberto —dice Boluarte—. No lo digas ni como posibilidad. Yo me voy a reunir con el papa porque me voy a reunir con el papa. ¿De acuerdo?

—Yo estoy de acuerdo, señora presidenta, pero usted sabe que…

—No, no sé, ni quiero saber.

En ese momento, ante el silencio de ambos, se puede escuchar sus respiraciones. Momentos después, la presidenta Boluarte pregunta si hay algún otro asunto por tratar. Otárola se apresura en decir que no, aunque tiene una lista de temas pendientes. Sin embargo, en ese instante su prioridad es salir del despacho y tomar un poco de aire.

Preocupado porque, de un momento a otro, su futuro ha quedado atado a la agenda y los humos papales, el premier sale de Palacio de Gobierno. Cruza la pista, llega al bar Cordano y pide un café. De golpe, una luz de esperanza lo alcanza: el fútbol. Si el jueves 12 la selección de fútbol derrota a Chile, de visita, y luego, el martes 17, hace lo propio contra Argentina, de local, a nadie, ni siquiera a la propia presidenta, le importará si se produjo o no la visita al papa. Cogió la taza de café y dio un sorbo. Antes dependía del papa. Ahora de Reynoso.

Vaya, después de todo sí es cuestión de fe.


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!