Pequeñas f(r)icciones: Conversación en el Mininter

“El asesor termina de hablar y vuelve a sentarse. Al otro lado del escritorio, Santiváñez permanece en silencio. Su mente es un hervidero de pensamientos, eventuales escenarios, posibles consecuencias. ¿Capturar y entregar a Cerrón será la jugada correcta? ¿Será que sí? ¿Será que no?”.

El ministro del Interior, Juan José Santiváñez, revisa una de sus entrevistas en la pantalla de su laptop. Por momentos sonríe, luego frunce el ceño, enseguida levanta las cejas y mueve la cabeza a los lados. Pausa el video y hace una anotación en la pequeña libreta que reposa sobre el escritorio. Continúa con la reproducción. Ahora se le iluminan los ojos y asiente con la cabeza. Vuelve a escribir algunas líneas, esta vez seguidas de varios signos de admiración. Después, retrocede para volver a escuchar una de sus respuestas. Sin embargo, el timbre del anexo, ubicado a la derecha de la computadora, interrumpe el visionado.

—Doctor —dice una voz metálica—, lo busca su asesor, el señor…

—Sí, ya sé quién es. Que pase.

El asesor y hombre de confianza ingresa a la oficina ministerial. Antes de sentarse, da una fugaz mirada a través de la ventana. El ministro cierra la laptop, pero deja abierta la libreta.

—Señor ministro…

—¿Cuál “señor ministro”? Por favor, soy el mismo de siempre. Dime ministro nomás.

El hombre parece congelarse un segundo y luego vuelve a hablar.

—Bueno, ministro, le tengo una gran noticia. Yo diría: ¡una bomba!

—Vaya, déjame adivinar. ¿Ya desactivaron la Diviac?

—¿La Diviac? No, además que yo sepa no van a desactivarla. Van a meterla dentro de la Dirincri.

—Por eso pues. A eso me refería.

—Es que no es lo mismo, ministro.

—Respóndeme una cosa —dice con una voz que empieza a agrietarse—. Una vez que la Diviac esté en la Dirincri, ¿va a dejar de molestar a Dina o no?

—Sí, claro que sí —se apresura en responder—. Con la Diviac en la Dirincri la presidenta debe quedarse tranquila. Ya nadie va a allanar su casa, ni Palacio ni nada.

—Lo mismo con su hermano.

—Claro, lo mismo con su hermano.

Un aire de satisfacción suavizó las facciones de Santiváñez. Segundos después, parece reaccionar.

—Me queda claro entonces que la noticia no tiene que ver con la Diviac. Se debe tratar entonces de…

En ese momento, el titular del Interior adquiere una actitud de concentración suprema, absoluta, casi espiritual. De súbito, suelta una palabra.

—Geolocalizador —luego, agrega—. ¿Encontraron el geolocalizador?

Una inequívoca expresión de asombro se instala en la cara del asesor.

—¿Cuál geolocalizador?

—¿Cómo que cuál? El que la Diviac perdió. Yo mismo lo denuncié ante la prensa.

—Usted sueña con la Diviac, ¿no?

Un repentino calor ruboriza las mejillas del ministro.

—¿Qué me estás diciendo?

—Perdone ministro, es que hasta donde yo sé ese aparato nunca se perdió.

—Eso no puede ser. Como te digo, ya hice la denuncia ante la prensa.

El asesor respira hondo y entrelaza sus dedos sobre el regazo.

—Ahora recuerdo a qué geolocalizador se refiere, pero, como le digo, nunca se perdió. Siempre ha estado en ese local que tenemos a unas cuadras de aquí.

El ministro se inclina hacia adelante, como si quisiera escuchar con especial cuidado a su interlocutor.

—¿Me estás diciendo que he quedado en ridículo frente a la prensa nacional?

—No sé. ¿Había prensa extranjera también?

El puño del ministro cae con la pesadez de una roca sobre el escritorio.

—¡Maldita sea! ¡Cómo no se me informan de estas cosas! ¿Qué dirán los medios de mí?

—¡Qué no dirán!

Santiváñez se muerde el labio y no puede detener el involuntario movimiento de su pierna derecha, como si estuviera utilizando una antigua máquina de coser.

—¿Y ahora qué le digo a la prensa?

—Dígale que el geolocalizador apareció y punto.

—Y si preguntan cómo apareció, ¿qué les digo?

—Que usaron otro geolocalizador para localizar al geolocalizador.

Los ojos del ministro casi saltan sobre el asesor.

—O mejor no les diga nada. Después de todo, usted es el ministro y no tiene que responder si no quiere.

Mientras el silencio se apodera de la oficina, el asesor vuelve a mirar hacia afuera. Un inesperado brillo solar borra las huellas del invierno. Piensa en hacer un comentario sobre eso, pero se contiene. El ministro, finalmente, retoma la palabra.

—Me vas a decir de una vez cuál es la gran noticia.

—Se trata de Vladimir Cerrón.

Completamente extrañado, el ministro se cruza de brazos.

—¿Una buena noticia sobre Cerrón? ¿Qué pasó? ¿Se fue del país?

—No, la buena noticia es que lo tenemos ubicado.

—Mira, te voy a decir una cosa sobre Cerrón —dice Santiváñez.

—Antes déjeme explicarle la situación.

—No —responde el ministro—. Yo te voy a explicar a ti la situación. Si cae Cerrón van a forzarlo a hablar. ¿Acaso no sabes que Dina fue su cajera? ¿Te imaginas las cosas que Cerrón le sabe? ¿Cuánto tiempo crees que voy a durar como ministro si capturo a Cerrón?

Pese al reproche, el asesor no se inmuta. Por el contrario, parece haber estado esperando esos reparos. Carraspea la garganta y se dirige a Santiváñez.

—Ministro, tiene que pensar en grande. Yo lo veo así: si cae Cerrón usted será el primer ministro del Interior en cumplir con su palabra.

El asesor, ensimismado, se pone de pie.

—La prensa lo va a elogiar como no se imagina. Sus críticos ya no podrán decir nada en su contra. Así ya tiene la espalda más ancha y puede hacer todos los cambios que quiera. La captura de Cerrón lo va a poner en primera fila. Y aunque Dina quiera sacarlo, ya no va a poder. La prensa va a terminar siendo su principal defensor.

—Todo suena muy bien —interviene el ministro—, pero te olvidas que Cerrón puede hablar. Y si habla el gobierno de Dina no va a llegar ni a Fiestas Patrias.

—En ese caso, usted queda como el gestor de su caída. Y como luego se vienen nuevas elecciones, mínimo tiene asegurada una curul. Y, en paralelo, siempre será una opción para volver al ministerio. Es más, quién sabe, el próximo presidente lo puede ratificar en el cargo. ¿Por qué no?

El asesor termina de hablar y vuelve a sentarse. Al otro lado del escritorio, Santiváñez permanece en silencio. Su mente es un hervidero de pensamientos, eventuales escenarios, posibles consecuencias. ¿Capturar y entregar a Cerrón será la jugada correcta? ¿Será que sí? ¿Será que no?

—¿Qué me dice, entonces, ministro? ¿Coordino la captura?

El ministro eleva apenas la mirada, luego gira la silla y queda de frente a la ventana. Lanza su vista lo más lejos posible, al fondo, detrás de las casas, de los edificios, como buscando algo, cualquier cosa que pueda parecer una señal, una indicación. Tras contemplar la calle por algunos segundos, Santiváñez da un largo suspiro y gira la silla de regreso.

—¿Y, ministro? ¿Qué decide?

—Antes de actuar, creo que lo más conveniente es preguntarle.

—¿A quién? ¿A Dina? ¿A Cerrón?

—No, a la Diviac.


*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!

Tags Relacionados:

Más en Opinión

¿Por qué ese chiquillo pelucón hizo eso?

¿Fujimori puede o no puede?

El plan B de Keiko

Lava Jato se tambalea

Sapiosexual

Esa izquierda engullida de poder

Siguiente artículo